
Me asusta, por ejemplo, que desde hace unos años conozco bien el tema del dolor.
El dolor físico.
Puedo recordar, por ejemplo, la aguja que metieron para sacar el líquido cefalorraquídeo de la médula.
Primero me advirtieron que no me moviera. Y yo pensé: “será fácil, solamente pensaré en otra cosa”.
El evento, para mí, fue como un sonido grueso, creí escuchar como algo había quebrado la columna vertebral y por el sentimiento tan extraño, como si una criatura hubiera penetrado mi espalda, apreté los dientes y apreté las manos.
Jamás había sentido algo así. No podía pensar en otra cosa. Mi cerebro era ruído, pero un ruído muy enfocado alrededor de todo el dolor, justo en ese punto, justo donde la aguja estaba rascando.
Como el pizarrón que rasca un profesor que te odia.
He catalogado las sensaciones, es un documento grueso, es un caos cerebral muy particular que no se ha repetido y que espero no se repita nunca.
Recordarlo, perseguirlo, es un ejercicio que hago de vez en cuando.
En este preciso instante lo estoy recordando, aunque pienso que no debería. Siempre es lo mismo.
No entiendo exactamente por qué insisto. En algún lado de mi cerebro, pienso que debo enfrentarlo, así como debería enfrentar muchas otras cosas. Quizás porque me siento como el pendejo de Batman, o un Sherlock Holmes medio chafón. Palpar el dolor, y su recuerdo, cuando terminen, quizás, me mostrarán una de las caras de la felicidad.
Recuerdo porque ese dolor en especial me ayuda a disfrutar más de la vida.
La doctora le comentó al enfermero: “creo que vas a tener qué ayudarlo a quedarse quieto”, y el enfermero me agarró de una pierna, estaba muy grande para él, muy bruto. Me sentía como un animal que estaba enfureciéndose y que iba a romper algo.
No me iba a mover.
No iba a sentirme derrotado y entregarme al animal salvaje de mi cuerpo por una agujita que estaba como cuchillo sacándome una cosa extraña de adentro, uno de tantos líquidos que configura mi biología.
Pero entonces la doctora se quedó muy callada, muy quieta, tomó aire y dijo: “respire profundo porque todavía no lo alcanzo”.
“Muy poética, doctora”, pensé.
Era muy bonita, de cabello largo y piel muy blanca, pero un semblante un poco nervioso. Entendí, años después, que ella odiaba el procedimiento tanto como yo. Tanto como las decenas de pacientes que atendía al día. Pero si no me equivoco, solo algunos doctores hacen esto porque se necesita precisión, y aguante. Entonces, así como yo, de acuerdo a mi conclusión de existencialista de consultorio: la mujer estaba rompiéndose como yo.
Volvió a rascar una vez más; “no es una aguja, es una maldita cuchara”, pensé.
Sentí, por primera vez, que podían tocarme el alma con un instrumento.
Y entonces me puse a llorar. El enfermero colocó gentilmente sus manos sobre mis muñecas.
Cuando lees sobre alguna tortura, por ejemplo, puedes pensar que es aberrante, terrible. Pero cuando no te han torturado, vives en esa conceptualización. Imaginas que lo es, y consigues formular algo parecido al asco. Puede que haya un espasmo físico de imaginarse un dolor de huevos, la primera cuchillada de las mil o la oreja arrancada de Tarantino en Perros de reserva.
He aprendido aceptar que mi dolor no se acerca al de una tortura, pero de todos modos, es esta aguja que rasca, y que puede rascar durante mucho tiempo, y que te enseña los verdaderos límites.
Cuando salí del consultorio, me dijeron que fueron solamente 18 minutos. Pero bueno, este dolor, de este evento aislado, tiene su contexto dentro de los miles de dolores que viviría durante unos dos años.
A veces, cuando tomo mi café, y me esfuerzo durísimo en pensar en otras cosas, imagino que le doy una calada a mi cigarro imaginario y me digo que el dolor también es un maestro. Uno de los verdaderos.
No es el único maestro, pero es uno bien escandaloso.
Poderoso, vamos.
Sí, poderoso.