«Un día…», dice mi perra a un extraño, creo que es un muertito (ella lo sabe mejor que nadie), son los restos de una persona que están tirados en una de esas calles de ficción, postapocalípticas, «…escucharás la suave música del mundo, esa que solamente se oye cuando el cielo está sereno, suspendido en estos colores irreales, casi fantásticos, igual que el ruido blanco del mundo onírico, una frecuencia intensa al ocultarse uno de dos soles. Tus amigos misteriosamente se han quedado en silencio después de darle un trago a su cerveza; nadie tiene fuerza para decir mentiras, o inventarse excusas, o socializar porque una canción misteriosa une el latido de corazones diversos. El caballero que buscaba la espada sagrada ha sido engullido por un dragón y ahora es caca que alimenta a los árboles y los ríos. Un corazón hecho de cartón se ha desintegrado por completo en este río. Los perros como yo se callan los bigotes porque atisban una de las caras del amor y los otros, aquellos viejos dioses comprenden la verdad: una palabra más y la felicidad puede desaparecer». Entonces mi perra se acerca al cuerpo, lo huele y lo huele, se roba un hueso sin mucho esfuerzo y, tras roerlo una hora para sacarle la médula, se hace bolita, resopla y se queda dormida.
Atardecer
