Escribes en tu diario: «mi corazón está hecho una caja» y unos segundos después, mientras estás en el baño, orinando, recuerdas que eso ya lo dijo Nirvana. Te preguntas si debes perseguir la idea, o si debes descartarla, y luego abres la caja, y miras un corazón adentro de la caja, y lo acaricias sin advertencia, sin dudas, y escuchas un lamento gemebundo.

(No se puede negar el impacto de una frase anquilosada y ridícula como la de escuchar un lamento gemebundo.)
—Por qué sufres tanto cuando te tocan el corazón [¿debes sufrir?, ¿es esto un instante poético?] —alcanzas a preguntarte, y tocas su rostro artificial, piensas en el personaje y buscas sus ojos (jirones de carne que se construyen en tiempo real): un constructo de melancolía, un gólem de órganos irreales, mal colocados, rompecabezas improvisado.
Cuando se moja el corazón de cartón, el cuerpo del constructo comienza a fallar: camina más lento aun cuando, a pesar suyo, necesita [énfasis] llegar a su propósito (su destino).
El propósito de un corazón quimérico debe ser, como el de cualquier ser vivo (o eso me gustaría creer porque…), amar.
[En la nueva película de Hellraiser, un personaje tiene un dispositivo de metales y cuerdas en vez de un corazón. Gracias al dispositivo no ha envejecido, pero cuando éste se reinicia para seguir latiendo, es algo que se ve sumamente doloroso: como dice Pinhead, dolor es placer es dolor es placer.]
(La otra vez, me descubrí pensando que mi generación asociaba fácilmente el sufrimiento con el cariño, con el amor. Pero este sufrimiento es algo meramente artificial, una trivialidad, el artificio del drama: los celos, las aspiraciones, la educación sentimental a partir de las telenovelas y los doramas.)
[Pienso también que mi amor con Sol ha sido una construcción orgánica que ha tenido sus momentos de sufrimiento, de incertidumbre: el cáncer, la pandemia, la distancia, las pérdidas pero, luego de las pérdidas reales, inevitables, también la pérdida como ilusión, como imaginación, que es como decir que me iré, que no podremos estar juntos porque algo me va a matar, y parece que tenemos un corazón de cartón en temporada de lluvias: flota sobre un río, se deshace poco a poco, y cuesta trabajo reunirlo de nuevo; pero es que se quieren, —nos queremos— y por eso pegamos las piezas, las perseguimos en el raudal del río místico, no me voy a ir, amor, te lo juro que no, bien melodramática la cosa y nos besamos como cualquier otro día, uno de verano.]

El corazón del constructo, después de un silencio extraño, bombea «como un hermoso tambor». Un maniquí con el corazón en una caja; parece humano. Y siguiendo la vieja instrucción del artesano que lo hizo, empieza una larga caminata en cualquier mundo de arena. Tiene qué llegar sabe a dónde, y llegará después de cientos de años.
Su padre habrá muerto para entonces.
Lo que resta del mundo es una ficción vieja.
El constructo besará la fotografía de una muchacha.
Eventualmente, estoy seguro, escuchará una vieja canción (la canción para el desvelo). Ocurrirá mientras un perro viejo y orejón mira a la lejanía a una mujer de vestido azul y recuerda que tuvo un padre humano, ese que fumaba un cigarrillo, ese que todavía está vagando en los límites del paraíso porque sigue divirtiéndose como un furioso idiota; pondrá el corazón a secar al sol y lo intentará de nuevo, lo intentará otra vez, lo intentará mejor, lo intentará y ya.