Madre

En otro baldío, uno muy diferente al baldío donde los perros de la medianoche juegan, crecen árboles espinados tan altos que se roban toda la luz del sol.

La tierra de abajo es musgosa, húmeda, y los animales, aunque siniestros porque sus sombras son tan grandes como la oscuridad en la que nacieron, tienen una vida como la de cualquier otro animal.

—Esto iba a pasar —dijo una madre.

No sabría decirles por qué tenía una nariz inusualmente corta, pero la normalidad de sus seis brazos era refrescante.

Hizo un agujero en la tierra de unos cuatro metros de profundidad. Tenía que enterrar lo que cargaba entre un par de brazos. Lo hizo rápidamente, no tenía tiempo qué perder y le sobraban extremidades.

Había qué ponerlas en uso.

Entonces un pájaro turquesa de rasgos bestiales, pero que amaba profundamente la vida, intentó atacarla pero ella lo capturó con el hocico y torció su cuello. Perforó la carne con sus colmillos, dejó que la sangre cayera sobre lo que tenía en sus brazos para bautizarlo, hacerlo más suyo.

Entonces ella empezó a decir palabras mordaces, un poco terribles, que nunca debían ser dichas por las madres:

—Te voy a romper, hijo de tu puta madre, ya lo verás. Te voy a romper y serás mi niño.

Sus palabras hicieron eco en el baldío, y como sus palabras sonaban muy similares a las de un ritual negro, el oso, su guardián legendario, interrumpió la hibernación y sintió una furia incontrolable.

Algo impuro estaba gestándose en su corazón.

Salió de su casa, una vagoneta abandonada, gruñendo y rugiendo enfurecido a buscar a la madre.

Y cuando la encontró depositando su carga ensangrentada adentro de un profundo agujero, no pudo contener las lágrimas pero tampoco la ira y se lanzó sobre ella.

No tengo qué explicárselos: una madre es muy fuerte, y más cuando tiene seis brazos. Lo detuvo en una llave —un brazo sostenía su preciada carga—, como un luchador de la poderosísima Arena México, y atacó con sus colmillos.

El oso, sin embargo, como buen guardián legendario, la memoria de su piel tenía una vida de combates y soportó valientemente los embates de la madre. Tenía mucha experiencia, pues había luchado contra gigantes de hielo y gorgones de alguna mitología. Y los había vencido a todos.

Se había retirado a vivir en un baldío, como su protector, porque creía que en ese lugar no iba a pelear nunca más. Muy peleonero pero quizás nadie, nunca, le dijo la verdad: cuando uno empieza a pelear en esta vida, pues uno morirá peleando.

—Cómo chingan, hijos de su reputa madre, todos son unos pendejos, cada uno de ustedes hijos de la verga.

Y las palabras de la madre sonaban muy similares a un ritual de fortaleza, el oso guardián se sintió débil, y cada vez más débil, y se hizo pequeño, se abrazó en posición fetal mientras la madre se alimentaba de él, y le arrancó un pedazo de lomo, y le arrancó un pedazo de vientre, y se aseguró de que sufriera durante todo el camino hacia su paraíso, uno que era muy parecido a un mundo de Minecraft porque había muchos árboles y muchas abejas.

—Pinche osito guardián, me la pelas. ¡Vales para pura verga, carnal!

La madre estaba a punto de depositar su carga en el agujero, pero el baldío no se tomó bien que la madre hubiera asesinado a uno de sus guardianes más valientes. Entonces, de último, mandó al conserje.

El conserje, una persona muy sabia, iba preparado para morir, pero había jurado que sería bajo sus propios términos.

Y su única arma eran las palabras.

Por eso, de entrada le dijo a la madre:

—Qué pasó, reina, por qué tan enojada. Mira nomás. Te chingaste a mi osito. ¿Se puede saber qué estás haciendo?

Y el conserje se sentó sobre el cadáver del oso, y tenía muchas ganas de llorarle porque habían sido amantes, pero no lo hizo porque la madre era demasiado fuerte, era este personaje lleno de rencores y de magia oscuria, y lo iba a matar si veía alguna señal de debilidad.

—Estoy destruyendo este mundo porque no vale nada —dijo la madre—, y voy a enterrar esto que tengo entre brazos porque no quiere ser mi hijo.

—Eres muy sincera, muy bonita, me agradas —dijo el conserje y pensó: «pero no tanto como mi osito». Sacó una torta de tamal y le dio un mordisco: —Alguna vez yo quise destruir el mundo.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Porque soy un cobarde.

Dicen, los que recuerdan la historia, que hablaron durante horas, luego días, luego siglos. Palabras que ataron palabras. En ese tiempo, el paquete que tenía la madre de seis brazos se escapó de su agarre, y creció, fue a todas las escuelas, tuvo un trabajo regular de 9 a 5 (aunque salía a las 10 PM porque en México las horas de trabajo están muy mal reguladas) y tuvo familia, y tuvo hijos, muchos hijos, y esos hijos se reunían con sus hijos, y los hijos de los hijos, en mesas rentadas a beber ron y cocacola y sacarse fotos para el Facebook y el Tik Tok.

Incluso, más allá de la vejez, en el territorio de los muertos, aquel hombre recuerda cómo viajaba al baldío de los árboles espinados, y buscaba a su madre que ya se había hecho polvo —una tumba de furia dormida—, se había petrificado por hablar mucho tiempo con el conserje que tenía enfrente, una estatua partida en dos, y los huesos de un oso legendario, y un agujero que nadie se molestó en llenar.

Y dicen que ese hombre le servía un poco de alcohol a su madre, y bebía en su nombre, porque aunque conocía la historia, y para él no era una metáfora como para cualquier otro imbécil que la escuchara, no podía dejar de amarla.