Fugas

Su padre le enseñó como tapar una fuga.

Recuerda ese día, era muy joven, tenía unos nueve años y su muñeca Barbie ya estaba sucia de tanta agua cochina.

—Ninguna hija mía abandonará el nido sin saber cómo colocar el cetrino pravafino en la tubería de cobre.

Y todas las hijas aprendieron, unas seis de ellas, porque las otras ocho preferían, francamente, aprender cualquier otra cosa.

Eso de tapar fugas es un trabajo verdadero.

Kalum sabe que el primer agujero puede ser engañosamente tierno: una cosa asoma su cabeza por ahí y sonríe, con sus pliegues de carne extraños, pero después el cuerpo de la criatura sobará y restregará hasta rajar el cobre para hacer más hoyos, y sacar más rostros y más sonrisas, y luego serán las extremidades y los hijos, y los lenguajes impuros que rompen cosas, y pliegues extraños de carne exudados con algún líquido profuso y azurado.

Es tan buena en su chamba que los plomeros la buscan a menudo y le piden su consejo para matar a las bestias del plano, preguntan cuál es la mejor epóxica y si el ácido muriático todavía funciona en estos tiempos cada vez más culeros (dixit), y ella cobra algunos dólares y responde todas las preguntas con un aire experto como a su padre le hubiera gustado.

Aunque el día de hoy le está costando trabajo, no es un agujero, pero ya son fugas.

Fugas de donde salen manos, dendritas y seudópodos, y no sabe cuál le va a pegar primero y tiene el machete medio alzado para detener los embates de las bestias.

Sus bocas cósmicas, siempre hambrientas, se tragan un pedazo de la realidad y luego hay que hablarle a los hombres de traje para que pongan los escenarios en su lugar. Y eso es un dineral, porque si no arreglas el ayuntamiento te manda un inspector, y eso sí, no habrá multa, pero la pinche mordida…

La bestia de la fuga mira, con su centenar de ojos, amorosa y paciente a Kalum.

Mira cómo suda, la mira manejando sus herramientas y piensa que es una buena persona. Sencilla, diligente, medio estúpida. Recuerda cuando él fue una buena persona. Dieciséis de diciembre, 1973. Estaban aterrizando en la provincia de Sarkak, saltó como dos metros del gigante verde y empezó a disparar como un héroe de verdad.

Todo el batallón sabía que tenían que bajar y meterle a la metra. Si no lo hacían, entonces sería imposible contener la fuga de las bestias como él. Irónico: contener fugas haciendo más agujeritos sobre las personas: soldados, mujeres y niños como tuberías donde escapaba la sangre, las vísceras.

Como empezó a recordar, no se dio cuenta, pero empezó a fugarse. Sus ojos destellaron amarillo. Ruido blanco en sus pupilas.

El monstruo de la tubería estaba perdido en la zona porque había una fuga de sonido. Un ruido inmemorial comenzó a tragárselos a todos: primero, a las catorce hijas del plomero, una de ellas con un nombre exótico levantó su herramienta y dijo: “no, no puede ser, todavía no he cobrado esto”. Pero también se tragó a las tuberías de cobre, a los plomeros preguntones, a los soldados, los helicópteros y los gigantes verdes, un chingo de pegamento epóxico, algunos inspectores, a toda la gente del ayuntamiento, una muñeca Barbie chingó a su madre, el cetrino pravafino y otros tres monstruos como él, que dudaban de la existencia uno del otro pero que vieron a dios en el último momento.

Como una canción en reversa.

Una fuga de dos espirales.