Fotos

Mientras trabajo (siempre trabajo), veo fotos en algún canal de telegram, entre ellas miro el rostro de una muchacha y pienso: «ella es una desconocida, es una extraña y jamás me la encontraré en la calle». Luego veo a un tipo. Luego veo a una señora de los ochenta y me distraigo un rato. Me pongo a recordar.

Se ve señora porque la foto es vieja, pero en realidad es joven. Se ve señora por el cabello voluminoso, cuando en los ochenta te echabas un montón insano de spray y todo tu cuerpo adquiría vida propia (recuerdo a mi madre, este visaje divino de moda y actualidad de otra época), mutaban las células y despertaban para querer separarse de tu biología y te transformabas en el avatar de un ciervo hecho de luces neón y de concreto.

«No es tan vieja», pienso, y regreso a ver a la primera muchacha; es una rubia, apenas puedo distinguir sus rasgos porque tomaron la foto desde detrás de una planta y se me ocurre la idea de que nunca la conoceré, y aun si la viera en la calle no podría identificarla. Pero su familia sí podría reconocerla. O sus amigos. Gente que se ha dedicado a mirar sus ángulos, memorizarlos por si algún día ella se pierde, memorizarlos porque la quieren o la aman, los aprenden por si ella desaparece (misteriosamente), cuando ella encuentre un amor intenso (el primero, uno de tantos), y se vaya lejos, a otro país, uno exótico, uno muy distinto a este (cualquiera que este sea).

Y se me ocurre, porque el mundo es nuevo y siempre está cambiando, que posiblemente ella no es real, pero es un objeto; una variante de humanidad construida por una inteligencia artificial, y entonces la veo con más atención porque no quiero pensar así, veo su nariz afilada y su ojo medio azul; trato de asirla porque no puedo dejar así las cosas, me cuesta mucho trabajo abandonarlas y me doy vergüenza: otra vez caí en mi propia trampa.