Hace algunos meses, una señora —más o menos popular— en twitter/equis expresó uno de esos hot takes que, si yo no fuera docente y estuviera atrapado en la vorágine de la juventud y sus malditas ocurrencias, me parecería muy sensato: ningún adulto funcional —específicamente varón—, o deseable siquiera, llena su computadora o su tablet de estampitas.
Podría estar de acuerdo con la señora pero me es imposible porque estoy tomando un curso sobre violencias, y ya estuvo bueno de los estereotipos de género —golpe enérgico a una mesa imaginaria—.
Me habría gustado ser uno de esos señores sombríos y elegantes que poseen algún auto gris cobalto y tienen acceso a una isla misteriosa donde algún político, con la máscara de un minotauro, te persigue desnudo entre los matorrales, pero le doy clase a unos muchachos que consumen caricaturas y videojuegos, y continuamente me regalan estampas, y ahora mis chunches están llenos de colores, y de caras, y diseños chidos.
Y no me molesta, desde chavito ya llenaba mis cuadernos de estampitas.
Tampoco me alcanza el presupuesto para ser un señor misterioso porque, si algo vale un dineral en el capitalismo rampante del 2020 y tantos, es la privacidad.
Pronto ya no serás ni dueño de tu cara, pues. Ya hay una inteligencia artificial que está planeando alimentarse con el juguito de tus lágrimas mientras algún ruso en MidJourney programa tu cara para salir en una de esas épicas pornográficas.
Regresando a las estampitas, en publicidad también era lo mismo; los productores y seconds tenían sus equipos y sus maletines forrados de estampitas. Pero las estampitas solían tener algún mensaje chabacano, relacionado a alguna película, quizás una de Tarantino o una de Lars von Trier.
Parece que buscamos un significado en estos adornos, como si pudiéramos trasladar algunos de nuestros amores y encontrar almas afines. Usamos la imagen para expresarnos y apostamos que los otros nos escuchan.
Me acuerdo cuando, por ejemplo, me detuvieron en la calle para decirme que estaba chida alguna de mis playeras.
Dos cuadras después, rumiando mi ingenio de la escalera, pensaba: quizás ese que acaba de pasar es el nuevo amor de mi vida, es un hermano que me hubiera gustado conocer. Sin vergüenza, me hice de algunas ideas: «es que si juntamos los creditos infonavit, pues ya, abrimos nuestro vecindario para la gente de playeras padres y empezamos nuestro culto».
Mi cuerpo es un bestiario: pero más allá de las historias, y de los animales, también soy un catálogo de productos.
Por otra parte, he oído en los pasillos a otro profe, creo que de Arquitectura, burlarse gentilmente de las playeras estampadas. Dice que la gente parece botargas (matando así mis expectativas de un culto). Probablemente tiene razón; escribo esto mientras uso una de mis playeras de cacodemon, mi bestia preferida de Doom.
Soy la botarga de un ente diabólico y capitalista.
Si estuviera en mis posibilidades ser uno de esos señores elegantes y misteriosos, uno que siempre está vistiendo de colores sobrios y planos, y cuyos dispositivos no revelan marcas o dan a entender algún estado socioeconómico imaginario, ¿qué historia estaría comunicando?
Quizás diría que tengo un sastre, y que mando a hacer mi propia ropa. O bien, si tengo esta carcasa que esconde la manzana de mi teléfono, que valúo mi discreción antes de cualquier idea de pertenecer a una tribu.
Mis cosas dirían que me alcanza el dinero para comunicar que no tengo mensaje qué comunicar.
Pero este es un pensamiento que ya se siente viejo, o se siente rancio, incluso si la idea no es comunicar nada o comunicar en exceso. Nuevamente, quizás, o eso nos quiere hacer creer el diablo: la humanidad ya está convertida en un producto, ¿por qué luchar contra eso? ¿O por qué renegar de la imaginación humana, que es capaz de objetificar y transformar a cualquier persona que deseemos en consumo?
Me sorprende mucho, por ejemplo, que últimamente Tik Tok me presenta personas que se hacen pasar por NPCs y, simulando los encuentros que tendría un jugador con alguno de estos entes digitales, cuando les regalas algo durante sus lives, ellos reaccionan de alguna manera.
Si les regalas una rosa, ellos reaccionan con un diálogo predeterminado, como agradecer la rosa o maldecirla. Otros maúllan. Maúllan siempre. Nyah~.
Son como estas «estatuas vivientes» que puedes encontrarte en las plazas: les echas una moneda y empiezan a moverse. Incluso podrías animarte a tomarte una foto con estas extrañezas porque es mágico darse cuenta que esta persona existe para tu placer, y tu dinero.
El NPC casi tiene el mismo encanto —y provoca la misma extrañeza— sino fuera porque el ritmo frenético de los espectadores los obliga a actuar continuamente.
Ahí viene otro tema un poco escabroso, pero también juguetón, que va sobre cómo esperamos romper al NPC (esa persona que no es persona, pero así queremos quebrarla). En un videojuego, quizás un GTA, es común que sigamos a uno de estos entes virtuales para activar su diálogo una y otra vez.
En una de esas, en el proceso de curar nuestro ocio, tal vez nuestra soledad, buscamos un glitch.
Los NPC probablemente son una variante de este otro creador de contenido: el glotón de YouTube; la interacción no es inmediata pero también es de consumo cumulativo. Miramos a una persona comer hasta que rompe su salud. Lo fomentamos a través de likes y de comentarios, mientras en un proceso aparte, el del documentador, guardamos nota de cuánto está tragando y cómo gradualmente su cuerpo puede romperse.
Cuando salió Super Size Me, pensé que era uno de esos documentales morbosos, pero aislados, y que no habría de replicarse. No imaginaba entonces que YouTube se llenaría de alegres tragones dispuestos a engordar para sus audiencias.

Es encantador, pero también triste, cómo tenemos el poder para ser testigos de la ruina. Esa ruina, separada por una pantalla y la distancia, nos hace sentir seguros, lejanos.
Sabemos que eso que estamos viendo es una persona, pero es una persona generada, irreal. Si extendemos la mano, no nos preocupamos por tocarla. Convertimos al otro en una ficción, así como las celebridades cuentan su propia historia y crean sus propios mitos (son maestros en eso), el espectador se da rienda suelta para crear la vida de los extraños.
Pero creo que ya puedo cerrar el fárrago de esta ocasión. Tres cosas que llamaron mi atención en estas semanas.
Un compositor español usa Chat GPT para componer una rola como la de Rammstein. No creo que sea una gran canción, pero hace un ejercicio entretenido y valioso. Creo que las inteligencias artificiales son ejercicios de imaginación y excelentes compañeros de prácticas cuando están bien aplicadas.
En una de mis clases de narrativas, trato de transmitir la complejidad de Dwarf Fortress aunque es un reto desarrollar un poco de literatura generativa en una sola clase. La idea, quizás, es inspirarlos a crear algoritmos que generen historias (y que se cuenten con ayuda del jugador).
Acá hay un documental que habla del algoritmo de este juego complejísimo, donde manejas a un grupo de enanos que están dispuestos a crear un legado:
Y finalmente, hablando de NPCs e influencers, me encontré con la historia escabrosa de un chino que visitaba un edificio abandonado que parecía esconder unas muñecas en ácido:
No es la primera vez que escucho de chinos que cambian su discurso, o cambian su manera de comunicarse, después de contar alguna historia en línea que toca fibras sociales sensibles.
Por eso les deseo una linda semana, y que el coco chino no los encuentre navegando en lugares escabrosos, y oscuros.
ANTES DE IRTE:
Mi último libro publicado trata sobre el cáncer, y la ficción que escribí durante el cáncer.
Se llama La feria del cerdo, versión negra.
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Y como lo prometí, una de mis primas está escribiendo unos cuentos eróticos de campeonato. Si tienen Kindle Unlimited, pueden leerlos de manera gratuita.
Encuentro con el dios de los videojuegos: https://a.co/d/3ieKT0r
Encuentro con el demonio: https://a.co/d/cCt3TN6
Gracias por leer.