Siempre se trata del juego

Mi corazón tiene algunos años que rechaza todo lo que no tiene rastros de juego, de diversión o de placer.

Por ejemplo, cuando un libro, un cuento o un videojuego tratan de una obsesión muy egoísta —Narciso revelado—, cuando la historia se fundamenta en la tristeza, la violencia o la paranoia, prefiero arrojarlo al fuego (¡quémense, libros adustos!); no quiero decir que las rechazo todas (aunque casi siempre), pero incluso estas historias pueden tener rastros de incertidumbre (un misterio a resolver, un lenguaje que nos revela cosas), y la incertidumbre es el enigma, y si hay un enigma que empuja a una búsqueda (de respuestas) o la interpretación, disfrazarnos de otro (otredad), entonces está chido.

El párrafo anterior es un juego para justificar mis decisiones. Cada vez leo menos porque estoy muy cansado de los fárragos (como este que me estoy aventando). Los primeros juegos vienen en el lenguaje, la palabra, la discusión, la retórica, los sofistas (Huizinga). Quiero decir que ya no leo porque he leído mucho, y quiero descansar de ser un señor que lee mucho. Quizás podría morirme antes de tomar un libro de nuevo y cuando me encuentre con el diablo, y me muestre su biblioteca infinita, haré un esfuerzo muy grande para no dejarme ir.

Estos días recientes, quizás por el contacto con la universidad, quizás por mis lecturas y la adicción al Minecraft, he tenido la idea de que debería escribir como si estuviera jugando; olvidarme de interpretar otro papel, quizás uno más serio. Y para poder regresar al estado del juego, pues debo reescribir lo que ya escribí alguna vez. El regreso codiciado a la escritura del niño, por ejemplo, cuando el niño se hace preguntas, y se responde solo, y se ríe como loquito, y nosotros envidiamos esa iluminación divina.

Una cosa más anotada a mi lista de buenos deseos.