Cuando más o menos me dijeron que iba a sobrevivir al cáncer, empecé a construir una idea (de unas cuantas) en mi cabeza: “a todo voy a decir que sí: trabajo y promesas de felicidad, viajes y acompañamientos, libros y videojuegos, hacer un maldito padcast o iniciar la escritura de un nuevo libro sin pretensiones de acabarlo o de publicarlo, tomarme fotos en el espejo todos los días como embajador poeta de no sé que país británico en algún otro país semicivilizado procurando ignorar lo viejo que me veo, lo calvo que me veo, lo definitivamente mortal y cadavérico que me veo”.
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Sí, sí, sí, como dice Molly Bloom al final del Ulises y ahoga todos los pensamientos de Stephen. Un sí, sí, sí que tiene toda la intención del pulso de Eros.
Decir que SÍ, SÍ, SÍ a todo es lo menos práctico (refiérase uno a todos los cuentos o películas que acaban en la desgracia por una afirmación mal pensada) y, en general, es una terrible idea impulsada por la euforia de saberse vivo.
No es que antes fuera el mamila ilustrado (aunque algunos pensarán o sostendrán que sí lo soy, o que lo he sido; hace algunos años leí un tweet de una extraña que decía saberlo todo sobre mí y que un día le contaría a las personas quién-es-el-verdadero-agustín-fest y me sentí profundamente interesado en el tema porque siempre es fascinante la descripción ajena, pero ya no pasó nada y ahora estoy acá, como tonto con la duda, preguntándome si seré ese agustín fest de la intuición ajena, de la observación, del chismecito jugoso).
Cualquier afirmación de mi parte, la promesa de mi presencia o de mi trabajo, antes venía acompañada de una agudísima reflexión que determinaba cual era la mejor manera de echar el tiempo por el drenaje. El tiempo es una de mis máximas preocupaciones (aún lo es) porque además de ser un chilango que siempre ha soñado que todas sus quesadillas deben de llevar queso, siempre estuve en contacto con la brevedad, la inestabilidad de la vida.
Mi abuela murió muy joven de cáncer. Mi madre también lo tuvo. Estos antecedentes y sumándole a la cajetilla y media de cigarros que fumaba como chacuaco, eso podría ayudarnos, quizás, a construir una idea muy superficial del personaje. Antes del YESMAN, teníamos a un EVERYMAN. La mirada adusta y el cinismo bien colocado. Doce, quince o veinte mudanzas en la Ciudad de México después, vivo en un pueblo de terrenos vacíos y enormes jaurías de perros. Tomo foto a las cajas de condones abandonadas y miro a los estudiantes correr, y viven su vida, lejos de sus padres, orbitando alrededor de ellos y de la ilusión de la responsabilidad; esta simulación de independencia que se aproxima a una realidad incómoda.
Nomás me regalaron la idea de que tengo todo el tiempo —restante— del mundo escrita en un papelito, y traté de empujar esta idea del YES-man en estos últimos tres años (soy una película de Jim Carrey o un asqueroso libro de autoayuda) en mi cabecita, colocarlo como una instrucción primaria en el árbol de decisiones. Ahora vivo a través de una serie de condiciones (if-this-then-that) para decir que sí a las cosas minimizando el daño lo mejor posible.
MANUAL DE CÓMO DECIR QUE SÍ, SÍ, SÍ A LA NUEVA AVENTURA QUE TENGO AL FRENTE:
- ¿Estoy vivo y en condiciones aceptables? Afirmativo.
- ¿Consiste en lastimar a otro? Mejor no.
- ¿Mejora la vida de otras personas? Probablemente sí.
- ¿Consiste en compartir historias o conocimiento? Claro que sí.
- ¿Se trata de celebrar un chismecito? Tal vez. Depende del chismecito y si no se contradicen los puntos anteriores.
- ¿Es trabajo que me gusta? Claro.
- ¿Es trabajo que no me gusta pero me va a pagar algunos juguetes como un gamepad nuevo, un videojuego, un he-man? Está bien, puede ser.
- ¿Tengo diarrea? En caso de afirmación, negación.
- ¿Es una aventura extraña, misteriosa y que podría poner en entreduda el complejísimo tejido de la realidad y de todo aquello que doy por sentado? En definitiva.
- ¿Es una aventura extraña y misteriosa que tiene el potencial de poner en peligro mi vida? Aquí te pregunto, Balbaleón, ¿qué no lo tiene? (pero probablemente no si el peligro es muy obvio, ya no tengo veintitantos años por el amor de dios).
- ¿Está lleno de amargura y no tiene una pizca de humor? A la basura.
- ¿Es sobre una idea política, habla sobre el presidente o un partido político? A la basura tres veces.
- ¿Es religión que no hace daño? Está bien. Todo sistema de creencias también es un videojuego.
- ¿Soy libre? Quizás.
Y así me hago una serie de preguntas en milisegundos mentales que determinarán si voy a comprarme ese pay de guayaba en el Costco; si daré vuelta a la derecha en ese callejón que se ve medio oscuro o si me presentaré a la fiesta de fin de año de la tía Yemita. Las preguntas funcionan para mí, obviamente. Nadie más debería decir que sí irresponsablemente a todo lo que le avienten al frente.
La cosa es que Oda ya reveló que Luffy, de One Piece, es el joy boy e inmediatamente recordé cuando el pirata sonríe cuando están a punto de decapitarlo, y pide perdón a sus amigos porque no podrá acompañarlos hasta el final del viaje, pero sigue sonriendo. Sonríe hasta el final y me acuerdo de mi propio viaje, y lo mucho que me costaba sonreír. Pero igual lo intentaba, porque me acordaba de este pirata imbécil.
Esa imagen me pareció tan impresionante que sigo pensando en ella, sigo dándole vueltas como si fuera una especie de amuleto, una de esas verdades fundamentales que estaba dirigida a mí, únicamente a mí, profetica y verdaderamente construida para darme un mensaje, una importante-revelación-sobre-mi-vida.
Veinte años después, se descubre que Luffy, el pirata, es la resurrección del júbilo, de la ridiculez y de la risa. La libertad a través del humor y de la comedia. Quitar el poder a través de la burla (y sí, por eso me burlaba del cáncer, y hacía chistecitos cuando estaba enfermo). Quien desee ostentar el poder debe ser automáticamente descartado como una broma. Sol ya me lo había platicado pero me mantenía escéptico porque me sonaba demasiado bueno (y a veces aburrido por todos esos videos de teorías que salían y que escuchaba de fondo, y que era contado por gente bien aburrida; los fanáticos solemos ser horribles).
Cuánta catársis —pensé cuando vi la imagen. Un personaje del absurdo luminoso, a diferencia de Vladimir y Estragón, cuyo existencialismo es pesado, y grave (aunque también gracioso, la gracia a través de la condena, lo i-ne-xo-ra-ble).
Y ese dibujito me conmueve y también me da un poco de tristeza: yo nunca estuve destinado, por ejemplo, a tener ese tipo de felicidad absurda, la ridiculez de una caricatura; pero a pesar de mí mismo, también es mi elección intentarlo. También soy esclavo de los poderosos, de lo que unos señores aburridos dicen que es legítimo, sería iluso decir que no lo soy. Pero puedo intentarlo: SÍ, SÍ, SÍ. Puedo gravitar alrededor de una felicidad sin explicaciones, felicidad sin mecanismos o artificios, felicidad que no está específicamente diseñada para mantenernos complacientes o dormidos.
No puedo ser Joy Boy, pero puedo seguir siendo THE YES MAN.