Un volcán de chocolate, feliz 2022

La otra noche dije que se me antojaba un chocolate, específicamente dije un volcán de chocolate, y a los pocos minutos, se encendió una notificación de Domino’s Pizza sugiriendo que debía probar sus deliciosos volcanes de chocolate. Este es el momento donde hacemos caritas y le decimos a la tía: “Oiga, tía, parece que alguien nos escucha todo el tiempo”, y la tía te dirá que sí, y te contará de aquella vez que recibió la notificación de comprar un kilo de limones mientras jalaba la fruta de un limonero.

Esta tarde me puse a pensar que me gustaría escribir una lista de propósitos para 2022. Pero tengo pocas ideas al respecto. No tengo antojos de escribir un libro, aunque tengo algunos empezados. No tengo ganas de aprender una nueva habilidad, aunque ya empecé algunos cursos de programación y diseño. No tengo planeado ahorrar dinero porque estoy, como diría mi abuela, endrogado (es la primera vez que uso la palabra y si soy sincero, me divierte mucho). Tampoco quiero cambiarme de trabajo o irme de viaje. No he puesto una cantidad de libros en el goodreads y aunque tengo muchos juegos, no sé cuántos de ellos alcanzaré a jugar este año. Me gustaría bajar algunos kilitos porque ando en exceso, pero vamos, no estoy haciendo planes, calendarios y mentalizando dietas como en otros años. ¿Así se siente cumplir cuarenta años? ¿O así se siente este aburrimiento pandémico?

Uno podría pensar, por el párrafo anterior, que estoy triste, deprimido, desganado, desconchinflado, despansurrado, aposcaguado, indiferente o seco. Pero nada más lejos de la verdad. Estoy siendo absurdamente realista como le gustaría a mi padre. En el otro lado de un umbral maravilloso, quizás producto de una variante mía, tengo una larga lista de proyectos que me gustaría iniciar pero son más bien egoístas, sin excesos y de una felicidad contenida. En el pasado, mucho tiempo me detenía la voz de mi abuela porque cuando planeaba algo, ella eventualmente asomaba su carita de mapache ansioso y me preguntaba: “¿y puedes hacer dinero con eso?”. Preguntaba eso cuando me veía específicamente obsesionado, entregado, y así lo hizo cuando me vio escribir mi primera novela, y cuando me vio criar pokemones. Aprendí a mentirle con amor para dejarla tranquila, porque su pregunta partía de una angustia horrible, la angustia del superviviente: “sí, abue, con esto puedo ganar mucho dinero”. Aunque ella tiene muchos años muerta, la pregunta persiste y responderle a su voz fantasmagórica a veces me hace sentir como un engañador. Y uno sabe lo que pasa cuando se trata de engañar a los fantasmas. Una película de Netflix con The Rock y Vin Diesel, eso pasa.

En el párrafo anterior hay una mentira: “como le gustaría a mi padre”. La verdad es que no sé que le gustaría a mi padre porque nunca lo conocí, nunca hablé con él y murió el año pasado (probablemente de COVID, o consecuencias de COVID. Quizás no miento si digo que era un hombre muy grande y, como a todos los hombres grandes, eventualmente lo derrumbó su propio corazón). Lo único que puedo hacer es contarme historias de ese hombre, así como lo he hecho toda mi vida desde que era un chamaquito. Quizás pienso en él más a menudo porque estoy leyendo los encantos de Bettelheim y el tipo es muy freudiano de repente. Todo es resolverse según los padres, la familia y retorcer la imaginación para un desarrollo de pulsiones eróticas. Pulsión de vida. La otra noche pensé en mi padre porque no podía dormir (pensé en su calva de señor reluciente y que estoy adquiriendo conforme pasan los años) y no quise cambiar el canal, le di chance a mi cabeza de jugar con sus edipos porque los electros son más frecuentes y uno debe hacerse hombrecito (lo pongo en cursivas para que nadie venga a educarme, a ver si se entiende el tonito sardónico). Supongo, en un giro irónico y muy personal, que algunas noches, cuando no dormía, Agustín Fest también pensaba en algunas trivialidades de su hijo, el desconocido, porque no tenía otra cosa que pensar.

De mi abuela: siempre estaba angustiada por el dinero. Murió pobre, sin nada a su nombre. Quizás es el destino de mi familia. Pero también me gusta pensar que el destino de mi familia es el pensamiento: ¿de verdad es tan necesario poner tu nombre en las cosas? ¿Por qué debería ser parte de mi destino genético ponerle mi nombre a las piedras?

Está bien, antes de perderme en otros colores y la versión alterna de mis otras cabezas, haré el esfuerzo por escribir una lista de propósitos verdaderamente honestos para este año.

  1. Sobrevivir.
  2. Hacer un podcast. Pero pronunciado como padcaast.
  3. Terminar el tabique de Onetti que compré hace algunos años en la FIL. Voy despacito porque el maldito de Juntacadáveres no es un personaje amable y aunque ya lo leí, me da mucho placer la relectura.
  4. Conocer en persona a algunos de mis alumnos. Uno o dos. No a todos, la verdad. Me da amsiedá.
  5. Ganarme un millón de dólares en algún concurso o una lotería.
  6. Conseguir el Anti He-Man original que sacará Mattel este año de los Masters of the Universe antes de que los revendedores se los chinguen a todos.
  7. Ir a Alemania a una de esas convenciones de látex para conocer gente buenamente enloquecida. Mírame, abuelita, ya estoy planeando mi último rave.
  8. Escribir en este blog una vez a la semana aunque sean puras mentiras.
  9. Tatuarme el pinche cuervo que estoy con que me lo voy a tatuar como perro básico sobreviviente de cáncer que soy.
  10. Poner mi sucursal de Glory Hole Town en algún terrenito de Cholula.

Feliz 2022.