Cuando era niño, y alguno de mis cientos de tíos cumplía años (los Salazar porque los Fest no los conozco, y podrían importarme menos), solían tener este ritual que me fascinaba donde se decían que ya habían llegado a los tas, y que ya abandonaban los tes, refiriéndose a los treintas y los veintes, y después se decían muy divertidos y felices, casi picándose la panza como idiotas sonrientes, pero también amenazantes, con esa seriedad que oculta muchas cosas, muchas vivencias pícaras de adultos, que ya no había vuelta atrás; a partir de los tas vienen los treintas, y los cuarentas, y los cincuentas (pasando ese singular a plural porque cada año, dentro de su propia década, puede ser su propia experiencia melodramática, supongo).
Así los más grandes asustaban a los más pequeños, y les daban una bienvenida a través de este ritual hablado que me parecía dulce y fantástico. Llegué a pensar que sería un momento esencial de mi vida, la travesía de un umbral místico. Entonces me preguntaba (como el niño que sabe poco)—: “¿Cuándo llegaré a mis tes?, ya quiero estar en mis tas”, y apenas estaba en mis dieces; intuía que los dieces no tienen ese saborcito rico en la lengua que tienen otras palabras. Tas, tas, tas. Codiciaba ese ritual.
Pasaron décadas para darme cuenta que eso era una broma, chiste de bacardí blanco y de contadores, chiste menso pero adornado con los filtros del pasado y la memoria, y quizá era francamente una estupidez como lo son muchos otros rituales (y qué no es un ritual, pero abrir la comunicación esencial a un dios propio al que necesitamos rezar para darle diversos propósitos a la existencia; misiones qué cumplir para atravesar escenarios y niveles; mundo abierto de porquería, sin trampas evidentes y sin controles sencillos de usar).
Hace casi diez años llegué a los tas y ninguno de aquellos tíos (o mi madre siquiera), a quienes alguna vez consideré como mis hermanos mayores, estuvo ahí para decírmelo. Y aunque mañana cumplo cuarenta, y me he apropiado de otros rituales muy distintos, soy inesperadamente más feliz de lo que pensé se podría ser. Quizás porque mis estándares de felicidad bajaron súbitamente. Sobreviví al cáncer, y a una vesícula (pudo ser mucho peor, le digo a la gente, como señora chismosa) y, a pesar de todos estos achaques, he sorteado milagrosamente los altos y los bajos de la pandemia, la cual estaba convencido de que al primer estornudo me iba a matar. Pero tampoco ha sido tan desesperado, tan frenético o tan paranoide como acaba de leerse. El miedo más franco me lo gasté en la primera supervivencia, las otras ya parecen de cajón, ya tienen procedimientos e instructivo, repeticiones más livianas de algo que debe hacerse para continuar. Lo inevitable para estar aquí.
No por ello debe ignorarse lo demás.
Y lo demás es mucho. Este año, gracias a una suave y dulce regresión a tiempos infantiles (alguien dirá: ya siéntese señor, hágase adulto, por favor), empecé a coleccionar figuras de acción, plástico que encarna la mitología de mi infancia: He-Man y Skeletor, sobre todo Skeletor, el villano más grande y gracioso, más querido y tenebroso (y recuérdese que fue Skeletor quien dijo que los libros son el verdadero tesoro del mundo). Su carita de calaca me enseñó que debían de adquirirse los miedos, jugar con ellos para olvidarse de su solemnidad. También empecé a coleccionar controles de juego, gamepads, como un altar a la memoria táctil, a tiempos mejores y más inocentes. Tengo más de los que voy a usar en mi vida y aunque a veces me preocupa el gasto, finalmente considero que no he gastado demasiado. Compro uno más, me digo que ya se acabó el espacio (pero siempre puede hacerse cachito para el siguiente, y el que sigue).
Mis juegos conviven con mis libros, los leídos y los ignorados por igual, y así crece el tamaño de los altares, de lo único que pienso puede ser sagrado o, mejor dicho, de lo que yo mismo decidí que es verdaderamente sagrado, el único dios que vale la pena: la ficción y la imaginación, el control humano que tenemos sobre nuestra realidad, la historia propia que debemos inventarnos para caminar sobre la tierra hasta que alguien apague el monitor.
Estuve a punto de morir una vez, quizá dos veces (depende de qué tan dramático y pensativo, Marlboro Cowboy, esté ese día), y esa ansiedad por pensar que nunca tengo dinero, y tratar de ahorrar por eventualidades, parece que la guardé en otro saco. Debí ahorrar, though, porque me cayó el chango de la vesícula y aunque no fue mi gasto más grande (gracias a mi familia), pude haberlo evitado. Así vive uno a perpetuidad, más en este siglo, en estos tiempos: “pude haberlo evitado de ser más previsor, más productivo, más ahorrador”. Por qué molestar a los otros si uno debería poder solucionar las circunstancias. Dice un señor trajeado, sombrero de copa y nariz roja: “su vida debería ser su entera y propia responsabilidad”. Pero de eso tratan los nuevo cuarenta años: la planeación de la vida, de los cuarenta años que siguen (ojalá), jugarle al adivino del futuro y de las crisis, gestionar la deuda como funambulista porque ya no existen los trabajos maravillosos, ni las empresas compasivas y es cada vez más difícil vivir una vida soñada: la de los televisores y las películas, la de una ficción complaciente donde nadie caga y ningún súper héroe planea cómo pagar una hipoteca. Mis circunstancias, aún cuando son curiosas, tengo que admitirlo, también están llenas de bendiciones. Pero no me voy a disculpar por eso y por nada, en general, estoy casi seguro de que me he ganado un pase dorado.
Esta década, de ser un hombre que paseaba solitario con su perro orejón (y aquel chiquito blanco, como una nube asesina, que ya se fue) en las calles de Momoxpan, me he convertido en un hombre colmado de nueva familia y de amistades. Amigos que tuve reaparecieron en mi vida, amigos que se construyeron a través de los momentos más oscuros y vulnerables, amigos que se han construido a través de los juegos, las risas y el deber.
Claro, cursilería obligada: el sol junto a mí, pero el amor es una construcción (no diré que social, qué flojera, prefiero una metáfora más infantil: somos un mundito de minecraft o un diorama de lego), un invento, un espejismo adorable. A pesar de la ficción propia, el engaño que nos mantiene funcionales, amar a otra persona es dejarla trastornar el ambiente, es quitarte continuamente el papel de protagonista para desarrollar una narrativa paralela, la construcción mutua de un monstruo bicéfalo, perrito de dos cabezas, cada uno con su hueso y una memoria celosa de ciertos olores. Sería ingenuo pensar, por ejemplo, que ella ya abandonó su desarrollo y sus secretos, así como ella sabe que es ingenuo pensar lo mismo de mí. Qué tristeza pensar, por ejemplo, que vives con un ladrillo, con alguien que ya abandonó un libro de secretos, enigmas e íntimos paraísos. El ladrillo no tiene la culpa, pero la tiene el ingenuo que así lo ve. Aceptar esa historia ajena y sus bifurcaciones metafísicas, sus benditas posibilidades, quizás, ha sido una de las cosas más difíciles e interesantes de esta última década. Ambos cumplimos años (ella ya pasó ese chiste de los cuarenta, pero se ve veinte años más joven que yo) y, como suelo decir por ahí, cada quien es su propia persona. Eso nos ha dado paz, nos ha permitido sobrevivir mis enfermedades y también nos ha dado algo muy parecido a la felicidad. Eso me gusta creer todos los días, de peores inventos me he alimentado en el pasado.
Inicié tres novelas este año, escribí algunos cuentos y escribí generalmente poco en mi blog. Nada me dice que pueda terminarlas, porque sigo cultivando el vicio de iniciar proyectos, escrituras sin conclusión aparente. Durante mis treinta, tuve una columna en La Jornada Aguascalientes, ahora nombrado LJA, un buen rato, donde yo solito me obligaba a hablar de política a pesar de que me daba mucho coraje, o mucha pereza. Aunque ya no escriba de ello, todavía me da coraje, pero la muina en secreto es más sabrosa y, por favor, recuerde: el voto es secreto. No hay nada más tonto que perder el tiempo con la política, o la patria. También escribí de otras cosas: libros, creación, ficción, videojuegos, la bondad posible. Alcancé la beca de los Jóvenes Creadores poco antes de que me la negaran por la edad y lo mejor de todo es que escribí un proyecto que de verdad quería escribir. He publicado varios libros, algunos a través de Amazon, otros porque alguna editorial se interesó brevemente en mis disparates. Traduje otros tantos: clásicos, fábulas y cuentos de hadas.
En fin, era una máquina de escritura hasta que el cáncer me obligó a escribir del cáncer y me ha costado dejar de pensar en ello. Según me entero, viéndolo desde un lado más amable, a mucha gente le hizo bien acompañarme en esos piensos tristes, descolocados, viscerales porque sufrieron algo similar, porque tuvimos brevemente destinos paralelos. Algunos días todavía pienso en ese monstruo, no únicamente, pero apartarlo toma un trabajo mental que solía ocupar para inventar historias. No es tan terrible, considero que uno de los mejores cuentos que escribí salió de ahí. También gracias al cáncer me he convertido en una especie de “yes, man”. En vez de ponerme mis moños, a todo digo que sí, y hago la chamba para hacerlo y si siento a mi mitad oscura y quejumbrosa, la que se echa la carcajada fácil, le pido que aguante vara, que el perro tendrá su día, como lo escribió Onetti y quizás el plan de los siguientes años será huir de ese perro en lo que le encuentro un hogar cómodo donde podamos convivir. Mis dos personas se alimentan mutuamente como perros que se muerden los tobillos, la dualidad de las serpientes que se muerden la cola.
Después de todo, gracias al sí, sigo trabajando en algo misterioso (videojuegos, juegos de guerra, gamigo) que me ayuda a percibir un mundo contemporáneo, a veces extraño, a veces fascinante. Por decir que sí, también estoy dando clases de guionismo y narrativa de videojuegos, aprovechando la experiencia de un jovencísimo Agustín, que se la vivía entre modelos, actores y filmaciones. Junta tras junta de tiempo desperdiciado y mamones que se creían más de lo que son, y ahora deben estar en una coladera evaluando si sus métricas eran las indicadas. Todos esos jóvenes productores de televisoras con los que jamás congenié. Un cúmulo de años donde grababa gente, los editaba en una computadora mientras escuchaba su nombre y eran torturados con actuaciones breves, algunos destellos luminosos pero la mayoría francamente estériles, sirven ahora como un destilado de experiencia para un puñado de jovencitos y contarles cómo funcionaba el mundo, y cómo está muriendo lentamente, cómo están mutando los monstruos de entretenimiento y crecen hacia lugares nuevos, inesperados y formidables. Viejito que le grita a las nubes pero, también les encuentra formas de manera sincera y apasionada. Con todo y pandemia, me parece que estoy a punto de cumplir dos años dando clases. No he conocido a ninguno de mis alumnos (quizás alguno de ellos), pero recuerdo la mayoría de sus nombres, de sus voces, de sus preguntas e inquietudes, a través de sus pequeños ensayos llenos de faltas de ortografía, y de ingenuidad, y a veces de optimismo o simulaciones de tristeza.
He leído el Quijote unas tres veces durante esta década. Una mientras me inyectaban los químicos y pensaba lo mucho que me iba a doler después. Quizás por eso lo hacía, porque las palizas que le daban al Quijote y a Sancho me daban la insana paz de aquel que ve sufrir a otro, o de sentirse acompañado en la miseria. Ahora, en agradecimiento, hablo del Quijote en mis clases. También hablo de Borges, y de Michael Ende. Hace unos días, un alumno se conectó para saludarme en Twitch y decirme, más o menos orgulloso, que había leído La historia interminable, y que deseaba más de Ende. Y me contagié de su orgullo, pero también sentí una tristeza inexplicable, porque cuando uno sobrevive el único camino que queda es convertirse en un viejillo risueño y patético, el viejillo que se propone a enloquecer a los otros con sus ideales y sus despropósitos. Creo que he iniciado ese descenso. Este año he releído a Onetti y sus personajes miserables, y hermosos, y seguiré haciéndolo con unas diez páginas diarias, casi como religión, un ritual que me ha costado trabajo continuar pero que gozo enormemente. Quizás este año deba releer a Proust. Quizás recupere la costumbre de leer a Ende una vez al año. Quizás, por fin, cumpla mi sueño de devorar completamente a Levrero, Fogwill y Wilcock. Quizás terminaré la traducción de los cuentos azules, que empecé hace unos años. Quizás conseguiré terminar de escribir una de esas tres novelas o produzca mi primer videojuego, como un sueño continuo cuyas ramificaciones me hacen estúpidamente feliz, un invento que me hace reír cuando estoy en mi rollo. Quizás seguiré con vida. Quizá Nico no morirá en dos, tres, cinco años y seguiremos caminando juntos, lado a lado, con mi sol siempre quemando mis espaldas. Quizás no habrá una tristeza más en mi vida y dios será bondadoso conmigo, y se olvidará de mí. Quizá descubriré una fruta del diablo, el efluvio divino, el santo grial, el jutsu prohibido, la sonata de Vinteuil, el warp al camino 4-2, y encuentre una caja sorpresa con la verdadera inmortalidad, y pueda regalársela a todos los que amo, a todos los que amé alguna vez, y nada más se perderá. Quizá.