Suena la fiebre del Dr. Mario

Leí unos poemas malos de una persona que estuvo muy enferma. Los leí de refilón y como por ahí de la séptima, octava línea, me declaré incompetente para criticarlos. No pude sentirme identificado, tampoco pude gozarlos o celebrarlos. Solo sentía desdén y desprecio. De enfermo a enfermo, pretendí que podía conectar con el poeta. Una conexión de micro ondas y rayos cósmicos, una conexión mística; cuando el lector hurga en su corazón y abre un portal para escucharse en voz del autor. Nada. Creo que mi juguito de lector mágico se ha terminado. Por último, intenté leer uno de los poemas en voz alta y me supo medio malo. Abandoné el último antes de leer los versos finales. Que otro se encargue de ellos, pensé, que otro enfermo, otro convaleciente, otro superviviente se sienta con ganas de abrazarlos porque mi cabeza se niega a regresar a ese otro lugar y vestirlo de palabrería chafa, cursilona y mal planeada. Regodearse o vivir sumergido en la enfermedad me parece lamentable pero no niego que es tentador, es un estado poderosísimo que todo lo pudre; la vida se convierte en salud, en sangre, en fortaleza, en biología y microorganismos, en lo saludable y lo espiritual, en el amor y la soledad del enfermo que nadie puede comprender, una soledad que se hace cada vez más profunda conforme pasa el tiempo y los estados corporales, los estados mentales, se hunden adentro de aquella inmundicia, de la sangre alterada y recompuesta por los químicos.

La enfermedad arrasa con uno, se instala en el cuerpo y la cabeza como información persistente que continuamente dirige y cambia la percepción. Si fuera otro, quizás, hubiera llorado como un chamaco después de haber leído esos poemas tan malos.

Aunque pasé casi dos semanas con una gastritis fulminante que me tiró en cama y me dejó bien chupado, al final de cada día, a pesar de todo el insomnio y el agotamiento, tolerando todo el dolor y la dopamina alterada por el jarabe tan chingón que me prescribieron, pude dar las gracias. Las gracias irónicas por el sadismo del creador, siempre presente (y siempre ausente) en nuestras vidas. Comparé con el cáncer, cómo no hacerlo, y luego me reí de esa babosada, sabiendo precisamente que no era lo mismo. Altas dosis melodramáticas se ganan los enfermos cuando superan el combate de su vida. Después pensé en escalas del dolor, siempre tan propias de uno, y llegué a la conclusión que la bruscellosis me había dolido más, y aun cuando el problema se estaba extendiendo por días, la parte sensata de mi cerebro declaró con voces retumbantes y poderosas: “esto algún día terminará”.

Esa voz era muy difícil escucharla durante los días de inyecciones, y de análisis, y de náuseas y agotamiento.

Ya regresé a mi rutina. Antes de empezar mi día, en cualquiera de mis dos teletrabajos (me sentí muy español, me recuerda a esa otra palabra: los teleñecos, quizás ahora todos somos los teleñecos del controlador de esta simulación) y dar la primera mordida al desayuno, suelo dar una vuelta a la cuadra para activar los sistemas: el coco, las piernas, el estómago, la mirada. Me gusta ver a la Cholula perezosa, recién despierta, expulsando a las pulgas como un perro callejero en días de mucho sol. A veces se siente triste porque las universidades siguen medio cerradas (recuerdo de los estudiantes que daban vida a este barrio), pero también se ve a algunos trabajadores buscando el atole y los tamales. Poca gente lleva cubrebocas. La pandemia se ha terminado, según el ánimo de las hormigas (aun cuando puedes escucharlas toser, ¿no las oyes? Las hormigas casi están expulsando los pulmones). Todo este paseo matutino solo para confesarle al blagh que hoy me hice mi primer café, y como dije por ahí, el café es el paraíso en la tierra y que me perdone mi estómago unos veinte, treinta o cuarenta años más, si la biología es buena conmigo, porque espero que pueda seguir soportando una o dos tazas diarias hasta que se nos acabe el contrato.

Ah, eso me hace pensar algo: el café sí es un poema que me ha hecho llorar.