Una fábula sobre el dolor

El miércoles dormí muy mal. Ese soy yo suponiendo cosas de mi propia vida por que cuando uno duerme, la verdad, no es fácil saber qué sucede allá afuera, suponiendo que el mundo onírico es exclusivamente interior; se intenta calcular la calidad de ese mundo cuando se abren los ojos y se vive despierto. Y sí, cuando desperté, sentía que me había torcido algo por dentro, en la espalda. Duele algo y entonces trabaja el coco (o dr. Google): ¿será mi colchón? ¿Soñé con La Quebradora? ¿Mi peor enemigo contrató a un equipo de mamones como los de Inception? ¿Los jugadores de los juegos que administro habrán descubierto mi identidad y me cayó toda su mala vibra de sopetón? Mi espalda se siente como si hubiera capturado a una lagartija entre mis tendones (claro, un pokémon, el pinche charmander [uno sabe si es sujeto de riesgo dependiendo de la generación de pokemones que se use de referencia]) y no pudiera desenredarse, pero de repente se mueve, rebelde y encabronada, con ganas de romper las capas de piel y los huesos. Ya me tomé una dosis completa de ibuprofeno y la inflamación está disminuyendo, pero a veces pienso en el dolor y me quedo ahí un rato, y me pregunto si no será una ilusión, si sigo navegando desde el dolor que empezó en el 2018 y seguirá ahí, como una sombra a perpetuidad, pa’ chingar y recordarme que estoy vivo. Ashes to ashes, major Tom is… Desde el cáncer (sí, esta es una anécdota de cáncer) no hago otra cosa que quejarme de los dolores, y no es porque quiera, pero creo que mi cuerpo cambió sus niveles de resistencia y se volvió más fácil quejarse por todo. No sé qué tipo de parche es esto, actualización de software, upgrade / downgrade, el chamaquito que corre la simulación se fijó en mí y está cambiando mis atributos. Soy una bestia en un planeta cualquiera de No Man’s Sky.

Cuando siento dolor, siempre me acuerdo de aquel hombre que se sentó a mi lado, Q-day, o día de quimioterapia para los cuates. Al hombre le faltaba una pierna, pero parecía muy cómodo con ello: lo primero que hizo fue presumirme su prótesis. Y estaba muy chingona. Parecía un transhumano de Cyberpunk 2077. “Es un pinche ferrari”, dijo, con uno de esos acentos presta pronto y sabadaba, como canción de Botellita de Jérez. Me cayó a toda madre. Tomaba agua de limón con víbora (o era escorpión, sabe) en polvo. “A estas alturas, manito, lo que sea que nos cure”, eso decía y repetía, y me ofrecía uno que otro traguito y yo me negaba, me hacía bien pendejo. Así sabe uno qué tan mal está en la fe, en el dolor y en la ciencia, cuando te sientes cómodo para aceptarle al otro de su agua con chingaderas.

Hablamos durante las cuatro horas de inyección. Si acaso recuerdo poco de la conversación, lo que sí recuerdo es cómo hablaba del dolor, la historia de su cuerpo y cómo se le desfiguraba el rostro (apretaba mucho los ojos, como si le costara trabajo hacer cuentas y yo no podía sentirme más identificado) cuando trataba de ponerlo en perspectiva: números, sentimientos, sensaciones, cantidades, ¿cómo puede una persona definir el dolor? ¿Cómo puedes analizar el dolor para entregarle una descripción adecuada al otro? Yo trataba de no decirle nada acerca del mío, porque me dolía menos, podía jurar que me dolía menos, pero sabe qué pasa en estos procesos humanos que cuando un doliente se encuentra con otro, pues los dos arman un grupo de coros y plañideras para hacer una de esas armonías tristes, como pinches gatos de azotea que se encontraron para compartir un pescado podrido.

Pero el dolor tiene sus ventajas. Sé, por ejemplo, tres años después de lo peor, que nada me dolerá como las inyecciones y el estrago de las mismas en el cuerpo. O nada me dolerá igual. Creo que ni siquiera los insultos, o las malas caras y los malos modos. Si alguien detuviera todo lo que está haciendo para decirme que soy un escritor incompetente, o que soy un amante terrible, o que soy un profesor ignorante, o que juego muy mal en el Overwatch, tendría que obligadamente hacer esa comparativa y decirle: “no duele tanto como el cáncer, fíjate”. Y sacar la lengua como un niño, y sí, suspirar porque es lo correcto: nada duele igual. Eso también ha servido para perdonarme a mí mismo: cuando se asoma alguno de esos monstruos internos, que son fugaces pero tienen las garras bien afiladas, puedo mirarlo a los ojos, darle un sorbo a mi agua de limón y de escorpiones, para finalmente señalar el letrero y responderle: “No dueles tanto, amigo”. Quién diría, también toda esta humanidad quebrada me pertenece.