Hoy en la tarde, mientras comía, puse en YouTube un documental sobre Satoshi Kon. Es uno de mis directores preferidos. Y aunque disfruto mucho sus películas (Perfect Blue, Paprika) siempre tengo presente la (¿única?) serie que hizo: Paranoia Agent. Muchas veces regreso a la escena del detective que atraviesa una especie de infierno, o de purgatorio, y que en ese lugar se encuentra con el fantasma de su esposa. Hablan, se dicen cosas, comparten su código de pareja. Luego de unos años, he aprendido lo importante que es el código de pareja, ese lenguaje que solo puede hablarse entre dos personas, que esconde un contexto y una historia, no solo de amor, o de algún entramado erótico o la complejidad de esos sentimientos que maduran, envejecen y se pudren juntos, pero también es un lenguaje de dolor, frustración y tristeza. Hablamos entre dos porque la historia es inexorable y nuestro tiempo ya está alterado, trastocado definitivamente (otra vez tú).
El detective recibe una especie de perdón, o de aliento, un último empujón para cumplir su deber. Me cuesta trabajo entender por qué regreso obsesivamente (subrayado) a esa imagen. Caigo en cuenta que no entiendo, al menos, la mitad de mis obsesiones. La humanidad, supongo, dentro de sus múltiples aspiraciones, siempre colocará en un lugar especial el reencuentro con los suyos (una vez atravesado el río, o el Mictlán, o el cielo particular de cada quién) y recibir un perdón, el que sea.
Más tarde, mientras en la comida mordía mi taco, el narrador del video leyó la carta de Satoshi Kon para despedirse. La carta (es una entrada de blog, pero algunos dicen que es una carta) la escribió para pedir perdón por los trabajos que no pudo completar y por los trabajos que acabaron mal, una carta muy sincera a sus colegas, sus colaboradores, sus empleados y sus amigos; pero no podía hacer más, ya el cáncer le estaba comiendo el páncreas. En algún momento, Satoshi escribe que su madre viaja para verlo y le pide perdón porque no pudo darle un cuerpo más fuerte. Dejé de comer para ponerme a berrear. Entre más viejo se hace uno, se hace más mazapán, o más malvavisco, o más mamahuevo. La carta la leí en los principios del internet, por ahí del siglo pasado, y en su momento no tuvo el mismo efecto que tuvo el día de hoy. Sí, claro, era de esperarse.
(Me pregunto si esto algún día terminará, si podré cerrar esas puertas o si quedarán abiertas, también me pregunto si mutarán lo que soy de una manera irremediable.)
Pero luego, para sanar el encuentro inesperado con aquel monstruo extraño de tristeza (supongamos que la vida es un RPG), me puse a trabajar en la tarde y en un giro inusual, acabé más temprano de lo esperado. Salí a correr unos cinco kilómetros y caminar unos dos más. Exploración del mundo abierto, misiones diarias para mantener al cuerpo estable y la percepción afilada. Cuando llegué a casa, me dediqué a dibujar algunos bocetos de rostros y perfiles (los hago desde que soy joven, siento que son una manera de ganar tiempo y de percibir la naturaleza de algunos personajes), luego abrí garageband para colocar algunos loops musicales y tratar de armar melodías extrañas (¿pueden llamarse así?); hoy por fin conseguí hacer algo medianamente decente, un sonido de fondo que cuenta la historia de una nave espacial y sus habitantes misteriosos y malignos. Lo admito: no sé nada de música, mi imaginación puede más. Apenas recuerdo mis clases de piano y de guitarra. Quizás debería empezar por ahí.
Cuando no veo videos de criminales, programas de PC MASTER RACE o documentales de directores a los que admiro (ja, no, la verdad prefiero los videos de crímenes), agrego a mi lista de ver más tarde algunos que son sobre escultura digital y de creación de videojuegos, e imagino que estoy ahí, utilizando esas herramientas, especialmente las de escultura (uy, denme dos horas de bender y ya verán, haré mi propio mundo, váyanse todos al cuerno) y a través de mirar, imagino que finalmente adquiero la suficiente paciencia para aprender algunas herramientas. En el 2020 le tuve menos paciencia a la lectura y a la escritura, empecé a creer que los libros son una prisión (pero eso es una falacia, porque los libros también me hicieron libre), entonces ando como un vagabundo, aprovecho el encierro para hacer como que puedo aprender otras cosas, aún cuando tenga poco tiempo, aún cuando prefiera, por ejemplo, seguir pagándole a prostitutas del GTA para apreciar un tanto pasmado, pero también un poco sorprendido y azorado, lo buena que puede ser una simulación del sexo. En fin, no es todo lo que hago en Liberty City, también juego boliche con Román y mato a gandules que pertenecen a la mafia rusa.
Se vive tan bien así.