La resistencia

Hacer pan es la resistencia. Provoca un estado primigenio, cavernícola y ungaunga de creación. Hacer pan es demostrar, a pesar del encierro, que puedes cazar mamuts, puedes moler los granos del trigo (mentira, ya vienen molidos y empacados), puedes ponerle un pan en la boca a tu familia. Pero sin exagerar ya, lo bonito del proceso es su sencillez y la paciencia que obliga al panadero. Para hornear un pan, antes tienes que trabajarlo un par de días (o reducirlo a un día entero, pero con menos pausas y tiempos más medidos), ocupando fragmentos de horas cada tanto para avanzar en el proceso.

Es como vigilar a una planta que está creciendo, mirarla súbitamente que se ha poblado de hojas y no quieres perderte cada detalle.

Me subí al tren del mame cuando empecé a ver fotos de pan campesino en mis redes sociales. Otros panarras (jaja, así se llaman, fijaos que rima con guarras) resucitaron sus masas madres y comenzaron a compartir sus recetas. Que el porcentaje de humedad, que la cantidad de harina, que si es mejor pedirla en el molino. Un discurso que navega peligrosamente entre el porno y la química. Medio distraído, en el clic clic del Facebook, todavía me detengo cuando pasa alguna entrada de su grupo para leerlos; no siempre entiendo lo que dicen, pero anoto una que otra fórmula, o consejo y doy un saltito de fe (cómo ha degenerado la fe en nuestros días).

Mucho de mi proceso con el pan está asociado con la intuición, la prueba y el error.

Creo que fue en varios episodios de Chef donde me fijé en este asunto de la masa madre y lo importante que puede ser en una cocina. La masa madre es mantener a un monstruo vivo, encerrado en un mason jar o algún trastecillo similar, devorándose continuamente a sí mismo, en espera de poblar, o conquistar, territorios mejores: la masa del pan, por ejemplo, o la calva de tu padre (ñam, ñam, ñam). Por lo pronto, ya adquirí la pericia para meterla en el refrigerador. La alimento, al menos, una vez a la semana. Cuando empezaba, alimentarla era cosa de todos los días. Una vez que has entendido a tu masa madre y los tiempos creo que lo demás es muy fácil.

El pan del día de hoy no me quedó monstruoso (lo he dicho antes y me gusta repetirlo: me gusta que los panes exploten y parezcan bestias), pero es porque no hice los dobleces necesarios. Un proceso es doblar la masa cada media hora durante dos o tres horas para atrapar el aire adentro. Eso ayuda a que el migajón infle, se hagan burbujas enloquecidas adentro del pan. Creo, ¿y si fue el calor? Vaya, hay cosas que no entiendo del proceso porque no me he puesto a leer las bases científicas de ello. Me gusta permanecer ingenuo, casi como un mago. Estoy casi seguro que fueron los dobleces porque ayer, medio distraído, no hice las cuentas y habré doblado una o dos veces menos de lo que acostumbro. El resultado del día de hoy fue un pan, aunque delicioso, súper comprimido.

Panecillo antes de entrar al horno.

También iba a poner una foto del pan terminado, pero no tomé ninguna. Creo que es mejor así. Engañemos a la vida digital con que solamente produzco panes triunfales. Hay un algoritmo de vida qué proteger. De todos modos, en este instante, la masa madre ya está burbujeando otra vez. Lo que me gusta de hacer pan es que cada uno es muy diferente. Se acaba uno y comienzas el siguiente. Y el siguiente puede ser un regalo, quizás encuentres el rostro de un bailisco en sus pliegues, o escucharás el grito de un hermoso monstruo, o morderás al mismo Satanás hecho panecillo. Ojalá.