Hace unas noches, mientras jugaba Death Stranding y hacía la transmisión de Twitch, Al Ruadh mencionó algo de Super Meat Boy. En ese momento confesé que lo abandoné. “Ya sobreviví al cáncer”, dije, “como para además hacer corajes con un videojuego enfadoso”. Algo así. Chistorete de remisión. Nos reímos un poco. Unas horas antes, instagram me puso un recordatorio, foto de septiembre del 2018, yo frente al espejo. Había terminado mi sexto ciclo de quimioterapia y me estaba preparando psicológicamente para cuatro semanas de radiación. Ali me comentó que parecía haber hecho una misión difícil de Death Stranding. Me reí otra vez.
No me gusta mucho hablar del cáncer (en público, porque el tema lo he tratado con mis amigos y mis amores, con Sol y mi perro, y con algunos familiares que no temen escuchar de ello) porque puede ser algo muy cómodo, una trampa de múltiples capas y profundidades. El cáncer también puede ser una muleta, la mano que extiende un ciego que no está ciego (pero ve mejor que cualquiera de nosotros). Uno podría vivir de esa comodidad, del pobrecito, estuvo enfermo. Creía, en su momento, que era peligroso hacer chistes o abandonarse en la lástima. Todavía lo creo y por eso soy cauteloso con el tema. No siempre podía evitarlo porque mi naturaleza es mordaz y negra; para mí, todo es propenso a la crítica y la risa, a la vuelta de la esquina está la desgracia y nadie está exento, pero precisamente por eso trataba de poner unos controles sobre esa persona fácil que tengo, una persona que reconozco muy bien cuando toma la madeja de hilo y la empieza a desenredar como un gato sonriente.
Creo, también, que mi propia ley mordaza me ayudó a crecer, he tratado de ser más generoso con los otros, me convenzo de ser más paciente y me tomo el tiempo para desmenuzar por qué no a todos las cosas nos pesan igual. Dudo ser siempre exitoso con estos ejercicios de lo ajeno, pero me gusta intentarlo, y darme ese trabajo de ser un poco mejor, día a día, semana a semana, mes a mes. No me urgen los aprendizajes ni los crecimientos, pero estoy vivo porque otros fueron generosos conmigo y si yo puedo regresar ese favor, ser un eslabón para salvar la vida de un extraño, no quiero perder esa oportunidad.
Si hablamos de creencias, no creo en el cielo o en el infierno; creo, definitivamente, que cuando morimos todo desaparece, empieza la negrura perpetua, el olvido y el vacío. Si acaso, lo que más coraje me daba cuando me enteré de lo mío, era haber llegado muy pronto a una etapa de confrontaciones con mis propias creencias. Súbitamente, a mis 36 años, me encontraba en una encrucijada que me acercaba peligrosamente a un final temprano y abrupto. Y qué coraje, porque si crees lo mismo que yo, sabes que no llegarás a otro lado y no te espera ningún paraíso; la resignación es abandonar una vida de placeres: lecturas, juegos, acertijos, amores, risas, paseos con el perro, días de Sol y de calma. Qué coraje.
Cuando hablamos de otros, antes me reía de la naturaleza de lo inexorable, o me molestaba ligeramente, y prefería mantener una sana distancia sobre esas personas que están atrapadas. He aprendido a cultivar el sentimiento de tristeza y empatía, también he aprendido a no alejarme tanto y darme una pausa antes de hablar. Quizás, durante todo ese largo proceso, antes de permitir que otros tuvieran compasión por mí, entendí que yo también debía tenerme compasión y perdonarme a mí mismo. Lo mismo se dicen los coaches de vida, pero entenderlo… de verdad entenderlo, es sumamente difícil y no estoy seguro si ya lo entendí del todo. Pero después de dos años esto parece tener algún sentido y siento una calma, menos engaño y espejismo que certeza, no lo escupo como el ruido fácil de aquella situación entera. Tender la mano es un compromiso no con el otro, pero también contigo. Todos somos uno y uno somos todos.
Probablemente, a estas alturas, he aceptado que voy a vivir muchos años (bueno, si no me mata LA COVIDONGA, mae, pero ya pasé por tantas angustias que, pa’ serle sincero, me da lo mismo si me chinga la gripa). Acepto que soy responsable de mis actos y de mi vida, tengo la carga de mi pasado y la fortuna de mi futuro. Lo bueno es que soy joven (aún cuando sienta esos tirones en el pecho que me recuerdan dónde estuve: en el inframundo). Todavía estoy a tiempo de olvidar este ciclo de bondades y dedicarme de lleno a mejores vicios.