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  • El viejo seco Keith

    El viejo seco Keith

    Keith, el viejo seco, se preparaba los sándwiches más aburridos del mundo: jamón, jitomate, huevos revueltos en pan tostado. El tipo de sándwich que le gusta a los británicos como él. Cuando comenté esta nota con otros amigos, me dijeron que también se hacen los sandwiches más sencillos del mundo: jamón, mayonesa, queso, salchicha.

    Pan seco, sin calentar. Igual yo, igual el osito bimbo. El sándwich es la estandarización del sabor y la nutrición. Llenar la panza con elementos sencillos, básicos.

    La esposa china de Keith, el viejo seco, empezó a grabarlo y publicarlo para el tik tok de su país. El señor, un trabajador retirado, se hizo viral —tan así, que algunas tiendas empezaron a vender cosas para que prepararas tus sándwiches al estilo del viejo seco Keith— porque a su público le provocaba horror, y después fascinación.

    Un artículo chino escrito por la plataforma 36Kr dice: “después de mirar uno de sus videos, los espectadores cambian: de cuestionar al viejo seco, entienden al viejo seco, y se transforman en el viejo seco. Nosotros somos el viejo seco, y nuestro lonche seco es nuestra vida seca”.

    No había storytelling, la narrativa más sencilla del mundo: miro al otro (que no se sabe mirado). Solo de leer la nota, siento el inicio de una obsesión por el viejo Keith. Quiero saber su historia, profundizar en ella.

    Quizás el horror chino viene de cuestionar el verdadero tao: todos somos uno, y uno somos todos. Ellos también son el sándwich fácil y seco de la vida.

    Keith, el viejo seco, murió de cáncer de huesos. Su esposa colocó un anuncio avisando que no habría más publicaciones, el sueño del viejo estaba terminado. En polvo seco te convertirás. Los jóvenes, quienes empezaron a encontrar en la rutina de este hombre una familiaridad abrumadora, una cotidianidad impertérrita, se despidieron de él como si fuera su tío, su padre, su abuelo.

    Me pregunto si alguno de ellos habrá pensado que iba a durar toda la vida. También me pregunto cuántos sándwiches se preparó en total, no solo su vida como el viejo seco Ketih, pero como Keith, el muchacho, Keith, el niño, Keith, el hijo. ¿Habrá sido su madre quién le enseñó a prepararse así sus sándwiches? ¿Un abuelo?

    El viejo Keith era un espacio liminal, una transición. La cultura que mira al otro en un curioso estado de pureza, sin filtros. Y sus espectadores, por morbo o por entretenimiento, eventualmente quisieron adoptar el entendimiento del otro. Un individuo que pasó de representar una imagen de horror, a la fascinación, a la aceptación y finalmente, quizás, al amor.

    Descanse en paz. Que dios le dé una cocina donde pueda seguir preparándose sus sándwiches aburridos, secos, británicos, tostaditos.

  • Orangután

    Orangután

    Ayer, vi el video de un ingeniero que hablaba directamente a la cámara. Su objetivo, dijo, era conectar más con gente afín, que no buscaba monetizar el canal o amasar followers. Dijo que solía trabajar con inteligencia artificial, pero que hoy en día, prefería construir comunidades para sus hijos. Imaginé que programaba pequeñas redes sociales en PHP y Python para generar resultados chistosos, cagaditos, un método de enseñanza muy STEM o una locura así. Overkill admirable. Y luego habló de sus hijos, y que deseaba un mundo mejor para ellos. Siempre son los hijos, pensé divertido. Se me ocurrió que es uno de esos hombres que hacen amigos en internet, y que luego le muestran a su familia lo que hacen sus amigos lejanos, y que los siente muy suyos, muy próximos. Quizás, lo que llamó más mi atención, fue cómo inició: “si estás aquí, es porque el algoritmo sospecha que tú y yo podemos ser carnales (la traducción es mía), y que podemos conectar”. Muy misterioso el asunto, very demure, very mindful. Le di like a su video, entrecerré los ojos y pensé, de pronto, que el algoritmo me traería puros videos buenaondita de ocasión.

    Anoche, se conectó una exalumna a mi stream y platicamos un rato. Preguntó sobre mi vida pasada: los comerciales, la producción. Y hablé de ello como si hubiera ocurrido hace doscientos años. K me preguntó mi edad, le dije que 42 años y ella JAJASEÓ en mayúsculas y me dijo que esa era la edad de su madre, que cómo le hacía para que todo sonara antiguo, viejo. Habló de que le gustaría una optativa de producción y puse a trabajar el changuito cerebral: ¿podría armar una materia con esos conocimientos? Quizás sí, pero eventualmente me dio flojera. Desde que huí de los comerciales hace más de quinientos años, vivo más tranquilo, vivo feliz, duermo a mis horas, me desvelo por estar leyendo o jugando. Y mientras platicábamos de actrices, de modelos, de que ella quería dejar la escuela para ya ponerse a trabajar en materia de producción de arte, escenografía o fotografía, yo empecé a tener este monólogo interno: no tengo prisa, no hay un jefe que me persiga y me pregunte si ya están los videos; no estoy recibiendo los gritos de un director canadiense porque escogió a un niño actor que no es tan guapo como él creía o tan carismático como sus abuelos, sus padres, su imaginación; no estoy mordiéndome las uñas porque escogieron a una actriz por buenísima, sabrosa, y a ver si no pasa algo, madre mía, porque cómo diablos la voy a cuidar, si van a viajar a no sé dónde y me van a llamar por teléfono, y me van a decir: “creo que pasó algo con Gustavo”, y yo voy a estar tan cansado, tan molido, porque son otros tres comerciales a la puerta, y no sabré qué diablos hacer pero de todos modos, tomaré una taza de café, encenderé el último cigarrillo de la cajetilla, y le llamaré a la agencia de modelos para entender qué fue lo que pasó y anotar cosas en una libreta como si eso sirviera de algo.

    El lunes pasado, mientras leíamos un ensayo de Diego Olavarría, mis alumnos de repente se pusieron contentos, medio chacales, tomando control de la energía del salón y yo los dejé por unos minutos. Eventualmente me preguntaron si no quería ir a las miches con ellos. Yo me reí. Y les dije que no, pero para apaciguarlos les sugerí que tal vez podíamos hacerlo al final del semestre. No entiendo los mecanismos que llevan a los alumnos a invitar a beber a un profesor: ¿quieren conocerlo mejor?, ¿quieren verlo humillarse?, ¿quieren verlo como un igual? Y pobrecillos, por qué exponerse a la mirada que juzga del profesor en un ambiente que no sea el salón de clases: “jaja, míralo, está borrachísimo”. Mirada espejo, por cierto. Luego pasó el momento. Dulcemente pensé que esa era una decisión. No iba a ir a las miches, a tomarme una miche o un azulito porque qué perro oso, pero me di cuenta que podía hacerlo, que tenía el tiempo para hacerlo, tomarme una cerveza, mirar a los jóvenes hacer su desmadre de jóvenes mientras trato de convencerme de que no estoy tan viejo. Y como tengo doscientos años, pensé en aquella ocasión, como siempre pasa que me pongo melancólico y payaso, cuando acompañé al DJ de jalacables y después del séptimo vodka con jugo de arándano, en un Halloween de antaño, me puse a llorar porque me pareció lo más bello ver a un orangután bailando con una princesa.