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  • The Orville

    The Orville

    Vi el primer capítulo en un camión a Pachuca, Hidalgo. Me interesó tanto la premisa, que me contraté un mes de Disney+ para acabar de verla.

    El capitán Ed Mercer (Seth MacFarlane) llega a su departamento y descubre a su esposa, Kelly Grayson, teniendo sexo con un alienígena azul que se llama Darulio. Más tarde nos enteraremos que Darulio es papacito Rob Lowe. Para darle ese humor vulgarsón, característico de Seth MacFarlane, Darulio desprende un líquido de su cabeza cuando Ed los cacha. El tono de The Orville queda claro: Star Trek con Family Guy, el espacio pero no tan en serio.

    En décadas posteriores, Star Trek no solo sería reconocido por los trajes chafas de los monstruos, el barrido de las imágenes para pretender que las naves trascienden planos para viajes hiperveloces o por usar un juego de luces y maquetas para interpretar la opereta espacial; también serían conocidos por tratar, a manera de metáforas y analogías, los temas sociales complejos de aquel entonces.

    Como ya era una serie progresista, que miraba a un futuro utópico, quizás una versión amable del destino manifiesto, fue la primera en tener a la teniente de comunicaciones, una africana, Uhura, ocupando un lugar privilegiado en la nave.

    En otro capítulo, Uhura se besa con Kirk, el típico chancero todasmías de ojos claros, y eso provocó un revuelo en su época. A mucho gringo blanco se les expandió la cabeza y pensaron: “podemos besar a los negros”. O afroamericanos, como insistirían más tarde que debían ser llamados. Ojo, considérese que los afroamericanos no son africanos, como Uhura, o afromexicanos, o afroirlandeses (por eso me llaman Red, dirían en Shawshank Redemption).

    En Orville, unos minutos después, el capitán Ed Mercer y su compañero, Gordon Malloy, tienen una videollamada con un científico que inventó sabe qué cosa de viajes en el tiempo. Atrás, en el fondo, aparece un perro que empieza a cogerse a un peluche. El chiste, muy MacFarlane, es que todos los hombres tienen qué mantenerse serios mientras miran los que está pasando en el fondo. Humor de colegiales. De eso se compone la primera temporada de Orville, más o menos: parodiar a Star Trek y, a la vez, poner el dedo sobre lo chistosa que es la tecnología contemporánea que a veces parece magia.

    Sin embargo, la serie después empieza a tomarse en serio. Todavía no demasiado, pero va por ahí. Deja de ser The Orville para convertirse en, precisamente, Star Trek: The Orville Generation. El entorno de los personajes cambia misteriosamente, evoluciona para darles pie a crecer como gente.

    Por ahí de la segunda temporada, abandonan el humor de colegiales para hacer el intento de tratar temas complejos. Por ejemplo, tienen una raza espacial que está compuesta de puros hombres. Algún escritor decidió rascarle a ese tema y eventualmente, la Unión de Planetas Confederados (tiene otro nombre, lo olvidé), se da cuenta que el planeta cambia de sexo a todas las niñas para convertirlos en niños porque las niñas son débiles y sentimentales. Obviamente, la Unión se estresa porque no está bien visto que apoyen a un planeta que cometa estos actos barbáricos, pero no pueden sacarlos del club de Tobi porque venden las armas para defenderse de los Krill.

    Cuando Star Trek inventó los teletransportadores instantáneos, The Orville inventó dos cosas: un aparatito médico que prácticamente se maneja solo (aunque lo supervisa una médica, psicóloga, neuróloga, porque un doctorado ya no es suficiente) y un cuchumbito al que le picas los botones y te da lo que quieres: comida, cigarros, teléfonos celulares del 2020. Esto último, me corrijo, también fue un invento de los Supersónicos. El cambio de sexo, dentro de la ficción, afortunadamente, no es doloroso y tampoco es una pesadumbre sobre el cuerpo. Quizás se plantea otra pregunta interesante: si puedo ser lo que yo quiera, cuando yo quiera, entonces… ¿qué? La vida son esos niveles de libertad. Cuántos necesitas para ser lo que deseas. The Orville deja entrever esa delgada línea metaficcional.

    Los Krill, otro escritor decide rascarle, son una raza alienígena sumamente conservadora, cuya palabra divina es la única que existe en el mundo. ¿Qué quieren los Krill? Quedarse con el universo. Destino Manifiesto. Del otro lado, sin embargo, la Unión, compuesta primordialmente de hombres blancos, chanceros, todasmías de ojos claros, tienen una manera más democrática de repartirse el universo, espolvoreando unos cuantos alienígenas en el fondo de la pantalla, otros tantos más como secundarios y finalmente, como ya descubrieron que pueden besar a los afroamericanos, pues hay uno que otro por ahí, y también alguno que otro chino, aunque no es chino declarado, y también hay una máquina que tiene más sexo que todas las razas interplanetarias, como una representación fiel de los tiempos que se viven donde pronto preferiremos intimar con el metal y las inteligencias artificiales.

    Hago esta acotación porque la creo muy necesaria: los gringos todavía viven la ilusión de que superan a los chinos aunque les deban hasta los calzones. Por eso hay chinos, pero no los hay. Les da cosita. Al menos Star Trek tenía un personaje japonés.

    Disfruté mucho las tres temporadas de Orville, aunque se necesita una buena dosis de Suspension of Disbelief. The Orville se siente como la ciencia ficción vieja, no solamente en términos de Star Trek (la clásica o New Generations) pero los cuentos que vendía Asimov en sus antologías. Eventualmente muchos de los personajes mejoran, así como mejoran los entornos donde se desenvuelven y tienen desarrollos interesantes. No solo hay viajes planetarios, pero hay viajes en el tiempo (muy doctor who) y viajes entre dimensiones (!). Los más beneficiados son los personajes femeninos en este sentido.

    La doctora Finn es uno de mis personajes preferidos, la versatilidad de Penny Johnson como actriz, la ha convertido en uno de los personajes más arriesgados e interesantes de toda la serie. Si no la veo por Ed Mercer, o por Kelly Grayson, o por la familia de Moclans (otros alienígenas por ahí), definitivamente es porque la doctora Finn tendrá algo interesante qué hacer y que alimentará mis ganas de vivir en ese futuro mejorado. Sirva esto como una carta de amor a un personaje que todavía no sé si volverá pero que me dio algo en qué pensar.

  • Ranma

    Ranma

    Anoche vi Ranma 1/2 junto con mi esposa. Cuando acabó, ella dijo que se acordó cuando era jovencita. Sonreí. Yo también empecé a navegar una nostalgia muy particular. No fue la misma que me provoca Dragon Ball, o He-Man, pero fue otra cosa. Quizás recordé el sueño que me daba Ranma de chavito: una liberación del cuerpo a través de mojarse con agua fría, y luego retornar a la normalidad con el agua caliente, una fantasía adolescente de convertirse en mujer, en hombre, en cerdo, en panda y asumir estos roles, y olvidarse de la voluntad, rechazar las ocurrencias de la sociedad.

    Rumiko Takahashi, una autora excepcional en el mundo del manga, tiene una elegancia sobrenatural para socavar el deseo. Una de las historias de terror que me fascinaba de ella, y que miraba de niño (tenía nueve o diez años la primera vez que supe de ella), una y otra vez, fue la Saga de las sirenas, o Ningyo Shirizu. Es una serie de historias donde un joven inmortal, Yuta, con quinientos años, viaja por todo Japón para encontrar una cura a su maldición. La recuerdo como una historia sangrienta, donde el cuerpo duele increíblemente de lo mucho que sufren los personajes. La inmortalidad no exenta el dolor, pero lo hace potencialmente inolvidable.

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    Otra de las historias que leí de Rumiko fue Maison Ikkoku. Trata de un joven mediocre que se enamora de una viuda unos años mayor que él. Si el deseo de las sirenas trataba de la inmortalidad, el deseo de Maison Ikkoku trata sobre cómo acceder a un objeto amoroso (Barthes) que está infatuado por la idealización de lo muerto. Yusaku, el protagonista, continuamente persigue y huye de la sombra del marido de Kyoko, quien era un profesor muy respetado. Y así como es mediocre en su vida y en los estudios, sabe que está muy lejos de ser digno de amor, no se diga de ocupar el lugar de un señor, una sombra.

    Por eso es una serie encantadora, inusualmente restaurativa: el joven crece, sabe que debe cambiar, que debe ser un poquito mejor para poder mostrarse ante ella mientras que en ella vemos el duelo, la aceptación y, finalmente, la disposición a amar de nuevo.

    Desperté y seguía pensando en Ranma. Me desesperaba mucho porque en español mexicano, Akane siempre estaba gritando. Ranma es una de esas historias donde los personajes nunca se dicen cosas porque si lo hacen, todo se resuelve y se acaba el capítulo del día. Cuando finalmente están preparados para hablar, se gritan y los gritos siguen escalando. Rumiko, por cierto, dicen que dijo en una entrevista que le gustaba mucho el trabajo de Akane mexicana.

    Hay una parte de Ranma, si no me equivoco, donde el padre eventualmente se cansa de ser humano. Dice algo como que prefiere quedarse como panda, ya que ser un animal es menos problemático. Entonces en la serie y en el manga, progresivamente, cada capítulo, lo vemos menos tiempo como humano para convertirse en aquello que desea ser: un panda.

    Aunque no estoy muy seguro, puede que me lo haya inventado.

    Creo que finalmente he aprendido, y eso me lo dijo Ranma, y Rumiko, que no todo debe decirse. Hay deseos que siempre estarán gestándose en el corazón, deseos que nos cambian, nos transforman y también nos pervierten. Es difícil aceptar esos deseos, y es particularmente difícil ver al otro actuando bajo el control de esos deseos. El choque viene cuando todos expresan lo que desean.

    El otro es una maldición, es una persona que se transforma en muchas personas cuando uno, apenas, con trabajos, establece su normalidad.

    Es muy shakespereano el asunto.

    Y a su vez, nosotros somos esta ilusión de un individuo cuando, en el corazón, tenemos a los animales dormidos, a la mujer y al hombre dormidos, y estos despiertan y toman el control. Mágicamente, como un cuento chino, cuando nos guían estos espíritus descubrimos las puertas de tesoros más allá de nuestra comprensión.