Etiqueta: sueño

  • Escuelo

    Escuelo

    Soñé que caminaba los pasillos de una escuela. Era joven, como unos 25-30 años (igualito que en los comerciales). Parecía estar satisfecho con mis calificaciones, pero me preocupaba la colegiatura. La escuela era una combinación de talleres y el centro universitario méxico, san marcelino champagnat colgado en las paredes y en los salones. Ad Jesum per Mariam. Me la pagaba yo solo, no tenía familia. Quizás trasladé al mundo sueño la última conversación que tuve con mi madre. Mandé un mensaje a uno de mis profesores, para ver lo de una de esas tareas en línea y recibí un mensaje de vuelta:

    —No te preocupes, sé que lo hiciste tú [¿quizás una ligera angustia por la IA?], sigue esta misma línea y al menos tendrás un ocho en mi materia.

    El mensaje me tranquilizó y entonces empecé a pensar en el personaje sueño como alguien diferente a mí. Los ochos le contentan, se paga solo la universidad, tiene las manos delicadas, había una sensación persistente de abandono. Me vi las manos. Sentí mi cabello largo, como cuando tenía veintidós años. Me hice cada vez más consciente.

    —Estoy soñando —pensé—, de todos los sueños por qué la escuela.

    Sentí que estaba aprendiendo, como si eso pudiera percibirse, como si jalara un montón de conocimiento de todas partes y empezara a asimilarlo. La escuela tenía gente, no estaba desierta, pero yo la percibía como un lugar solitario. Escuché esta canción de The Doors: “People Are Strange”. Caminé entre otros estudiantes, hice cuentas de algunas materias que me faltaban por cursar, materias que estaba dejando al final de todo y sentí una angustia que no sentía desde hace tiempo:

    —Voy a pasar años estudiando, no puede ser, cuándo acabará.

    Me reí de mi preocupación estúpida. Estaba despertando. Nada acaba, es un movimiento perpetuo y si tenemos suerte, aprenderemos toda la vida. Ayer aprendí, por ejemplo, que existe algo llamado el Vishnu Lila: el gran gozo, el gran juego. Dios construyó el universo como un juego, y un sueño. El propósito, si lo vemos como el absoluto divino, es la actividad creativa: jugar, crear, y sentir gozo. El sueño es un juego del cual no nos damos cuenta hasta que nos vemos en él.

  • Puentes

    Puentes

    Ayer pedí un uber. Me fijé en su calificación: 4.77.

    Una de mis pasiones, durante el cáncer, era mantener mi calificación de pasajero más arriba del 4.9; era fácil, solo decía a los conductores que iba al hospital siglo xxi por chequeos, quimioterapias, y ellos en su cabeza pintaban una historia triste, y lo menos que podían regalarme eran cinco estrellas.

    Algunos de ellos, visiblemente afectados, se iban por la senda del guerrero. Se les llenaba el hocico de palabras fáciles: que yo era un gran luchador y que no dejara de rezar, y que te bendiga dios, y no hagas nada malo que no hiciera yo. Terminaba soportando el resultado de mi jueguito, escuchaba a tontos apasionados sobre mi guerra contra el cáncer, una guerra que se había convertido en suya y empezaba un echaleganismo necio e imbécil.

    Remisión, y unos años después, cuando me subí al uber 4.77, me percaté de que se trataba de una conductora. Pensé que su calificación surgió a partir de los prejuicios. Así que no me la tomé en serio.

    Abroché mi cinturón, me puse a revisar otras cosas, pasamos bajo uno de los puentes de periférico.

    Ella susurró:

    —Disculpe, joven, es que me distraje buscando los rostros.

    En ese puente de periférico, el gobierno contrató unos grafitteros para pintar rostros. Todavía se ve a los artistas dando retoque a las pinturas. Pensé que hablaba de eso.

    —Sí, son rostros muy peculiares —dije.

    —En los puentes hay gente, luego los ve usted colgados.

    Nuevamente, para tratar de darle sentido un sentido amable a su historia, miré al puente peatonal que estaba junto a periférico, y se me ocurrió que hablaba de los vendedores de cruceros, y de sus hijos, quienes aburridos, se cuelgan como changos y hacen travesuras, y el mundo está cada vez más triste y loco.

    —Es que los puentes necesitan gente para que no se caigan, ¿sabe?

    Finalmente comprendí que era un pasajero con boleto directo y sin escalas a mundo cucu.

    Guardé mi celular, traté de ver a la conductora por el espejo pero solamente podía mirar su perfil.

    —Dígame más, esa historia no me la sé.

    —¿A poco no se ha fijado que en Tlaxcala desaparecen los indigentes?

    —¿Desaparecen? ¿Por qué?

    —Porque los meten en los puentes para que no se caigan.

    Entonces Tlaxcala exporta indigentes, quise decirle, pero presentí que estaba entrando al territorio del hotel california. No importaba lo que yo dijera, íbamos a viajar a un mundo extraño y misterioso.

    —¿Y qué pasa si no le meten gente a los puentes?

    —Se quiebran, se rompen, y se caen. ¿No conoce la noticia del ingeniero?

    —¿Qué hizo el ingeniero? ¿Metía gente en los puentes?

    —Al contrario. Como no metía gente en los puentes, estos empezaron a caerse.

    —Ya veo.

    —Sí, por eso el ingeniero empezó a soñar con los puentes.

    —¿Soñaba con los puentes?

    —Así es, soñaba con ellos. Los puentes exigieron que metiera más almas. Como no tenían suficientes almas, no terminaba de construirlos, y estos seguían rompiéndose y cayéndose.

    —Oh.

    En ese momento me dejó en mi destino. Vi que me puso las cinco estrellas y correspondí con lo mismo, además de darle su medalla de “buena conversación”. Desde entonces, he pensado en su 4.77. Creo que la gente no sabe apreciar el mundo cucu como uno que es pasajero frecuente.

    Quizás le gusta contarse cosas mientras maneja para no aburrirse. Tal vez siempre cuenta la misma historia de los puentes porque es su mejor historia, su one hit wonder.

    O era ingeniera, y dejó de hacer puentes porque soñaba con ellos. Los abandonó porque pedían un precio más allá del que ella estaba dispuesta a pagar.

  • Vergüenza

    Vergüenza

    I

    En raras ocasiones, mi abuela se hacía chiquita, más chiquita de lo habitual, y caminaba como un ratoncito temeroso, y podía escucharse el ruido de sus patitas que iban de un lugar a otro. Y me acordaba de los cuentos infantiles, de los ratones que planchan y cosen, y se esconden del gato. Me sorprendía mucho porque mi abuela tiene mucho carácter y pensar con ella como un ratón es más de lo que puedo soportar cualquier lunes, o martes, a las diez de la mañana, cuando ni siquiera me he terminado el primer medio litro de café.

    Lo mismo le pasa a mi madre. A veces se hace chiquita e indefensa, y disminuye su tono de voz. Y obliga a la pregunta: ¿quién te hizo algo? Pero no fue nadie, quizás fue el entorno, o su locura particular porque mi madre está loca, y me heredó algunas de sus locuras aunque no puedo precisar cuáles.

    Hago nota de esto porque también me pasa. Algunas veces me descubro haciéndome pequeño, y caigo en cuenta de la posición de mi cuerpo, de la rigidez y la curvatura, y lo primero que se me ocurre es que estoy sintiendo vergüenza, y no quiero que me vean pero es casi imposible, porque si la posición es muy sencilla para gente pequeña, para mí no lo es, porque soy alto y robusto, gordo. Entonces me enderezo, tomo aire y me digo mentalmente: “no soy esta persona, no puedo serlo”. Y luego pienso [cosas, como un ruido blanco]. Algunas veces no puedo definir qué tipo de vergüenza: vergüenza ajena, o vergüenza de mí mismo. Casi siempre es la segunda.

    Quizás los señores del comportamiento (The Behaviour Panel) que sigo en YouTube pueden explicar la normalidad como un gesto base, y hacerse chiquito como una señal a la que deberíamos de prestar atención. Se hace chiquito porque esconde algo, porque está preparándose para resolver una guerra interna, se hace diminuto e invisible porque piensa matar a alguien, o algo, una criatura del otro mundo.

    Aunque me gusta jugar al detective de los gestos familiares, de la memoria genética de mi familia, esta vergüenza pretendida solo me pertenece a mí. Nunca sabré porque mi abuela se hacía chiquita. Y si hago esta misma pregunta a mi madre, pienso que no recibiré una respuesta satisfactoria. Uno puede replicar los cuerpos de sus antepasados pero, de ningún modo, puedes emular lo mismo que ellos han vivido. Lo que para mí es vergüenza, quizás, para otro es discreción o una sana valentía.

    II

    Este fin de semana vi Baby Reindeer. Supuestamente está basada en una historia verdadera. Me animé a verla porque los señores que observan el comportamiento analizaron al creador, Richard Gadd, en varias entrevistas y dijeron cosas muy interesantes del artista. Un artista de artistas, dijo Mark Bowden, el analista británico. Escuché las entrevistas de Richard Gadd y me pareció que tiene un timbre de voz muy agradable, una cadencia sabrosísima. No sabía que Richard Gadd era escocés, de saberlo, me habría animado a ver la serie desde antes. Los escoceses me gustan porque difícilmente esconden la porquería, les resulta fácil contemplarse sucios, falibles.

    En uno de los fragmentos, uno de los señores, Greg Hartley, señaló un flash involuntario que hizo el artista durante una de las entrevistas. Greg explicó brevemente que se trataba de un recuerdo involuntario, una memoria que trataba de salir a la luz que se daba en casos muy específico. Scott, su colega, lo interrumpió en ese momento y le pidió que hablara de ese tipo de situaciones. Greg pareció renuente, pero Scott insistió.

    —Ocurre durante las torturas. Cuando educo a las personas para resistir interrogamientos, a veces tenemos campamentos y entrenamientos donde simulamos este tipo de situaciones. En algunos ejercicios de resistencia, por el agotamiento extremo, ya no pueden recordar rostros y voces. Quedará en algún lugar del inconsciente, pero no pueden evocar el recuerdo específico. Lo que sí pueden recordar son manos, a veces olores. Precisamente, cuando una víctima trata de recordar esas situaciones puede tener un flashazo así: se dilatan sus pupilas y sus ojos brillan, brevemente, como los de un animal. Chase también sabe de ello.

    Chase, mi preferido del panel, sonrió y dijo—: las simulaciones suelen ser una cosa muy difícil. Sales de ahí sin saber qué es real o no. Se olvida fácilmente que es una simulación.

    Greg y Chase suelen entrenar militares y otras personas de altos mandos para resistir interrogamientos si son capturados. Me parece impresionante que podamos ver a estas personas en YouTube hablando de su trabajo. A su vez, me parece divertido que dediquen unas horas de su día para hablar de Richard Gadd y de Baby Reindeer. Los he visto hablar de celebridades porque la gente de YouTube se los pide y ellos son indulgentes. Cuando analizan luminarias, suelen decirnos que viven en otra capa de la realidad, que para ellos nosotros somos la simulación. Dicen esto si fuera un mundo lejano, inasible. Pero luego tienen comentarios de ese otro mundo: la verdad, el cuerpo, los gestos, la tortura, la mentira, los psicópatas; y no se dan cuenta, pero también es un mundo lejano, absurdo, irreal y fascinante.

    Somos simulaciones que entrechocan unas con las otras.

    III

    Tuve un sueño muy raro: Nico, Morgana y yo estábamos en un sillón. Y Sol llegó para decirme:

    —No olvides la regla del idiota en el sillón.

    Torcí la boca, como suelo hacerlo cuando escucho mentiras en los sueños, y pregunté:

    —¿Cuál es la regla de los idiotas?

    —Cuando hay tres personas en un sillón, uno de ellos es el idiota.

    En un momento fantástico, la gata, la perra y yo nos miramos intensamente hasta que desperté. Al abrir los ojos, miraba a la perra babear sobre la cama y a la gata jugar con la cola de la perra dormida.

    Pensé que la regla no aplicaba en cama y me dormí otra vez.

  • Servilleta

    Servilleta

    Me pasa, cuando no quiero creer en lo que escribo, primero escribo que se trata de un sueño. El sueño suaviza las palabras, las líneas; el escenario se vuelve una cosa teatral, como si fuera un mundo de goma, mal pintado, improvisado para una obra escolar y rupestre, económica; da una oportunidad extraña: me invento cosas pero no son culpa mía, es un invento que surge de las profundidades cerebrales.

    Quien escribe se separa del que sueña, como si el que soñara no tuviera la misma capacidad para la escritura y la imaginación.

    Todos sabemos que la imaginación es sueño.

    El sueño, insiste quien escribe, y tiene miedo de lo que puede escribir, es un disparate procesado por las neuronas que no están controladas, educadas. Stream of consciousness pero pinchón.

    Sueño con el monstruo, sueño que destruyo mi vida y las comodidades, sueño con la muerte de una persona que odio o, mejor todavía, la muerte de una persona que amo, sueño con un temblor, con la ruina económica, con la vejez y las horas que anteceden la muerte, sueño con la caída.

    Luego me siento frente a mi cuaderno de apuntes y empiezo con una línea: sueño qué, y la rayo, porque es un recurso muy malo. Igual que las inteligencias artificiales alucinan, la cabeza hace lo mismo: darle sentido al flujo del conocimiento, de la experiencia. Hablar de lo humano como se puede. De todas maneras, sueño con el descontrol.