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  • Dopamina

    Dopamina

    Hace algunos días, recibí un shot de dopamina por el acto de escribir en papel. Cuando fumaba, raras veces sentía una pequeña euforia, como que la cabeza saldría volando en cualquier momento, ligera como un globo, y esto se extendía por todo el cuerpo (Where is my Mind, Pixies).

    Hace unos seis años, la escritura era un acto de resistencia y de supervivencia. Una manera de decirle a la medicina (es momento de llamarle así, estoy en paz con ello) que no estaba de acuerdo con los estragos biológicos; tumores deshaciéndose y abandonando el cuerpo a través de la orina.

    La escritura se convirtió en una rutina, un acto de resolver la cabeza, mantenerla despierta. Pero hace unos días sentí placer mientras anotaba nimiedades en mi cuaderno. Espero que sea una cabañuela: la escritura es placer, una de las caras del amor y del paraíso. Una vez más nos hemos topado con el monstruo de las múltiples caras.

    Pero si quiero dopamina fácil, sin tener qué recurrir a la nicotina o drogas legales (e ilegales) del cuerpo, solo pongo a trabajar a MidJourney cual monito cilindrero. He encontrado maneras de que revele cosas extrañas, monstruosas, glitcheadas, eróticas y a veces una combinación de todas. Resulta que sí se puede pedirle un ahegao siempre y cuando le digas que es otra cosa. Juego con los términos para crear pequeñas criaturas, un bestiario de caprichos. Es como mirar la ventana de dibujantes en alguna existencia paralela. Los imagino como changuitos estresados que tratan de complacer a quien proporciona las palabras.

    Un propósito: me he prometido caminar diez mil pasos al día. A veces extraño correr, pero francamente acabo muy cansado después de hacerlo y no quiero vivir lo que resta de mi vida hecho un trapo. Correr me daba poderosos shots de dopamina, pero no sé si valen una perpetuidad de agotamiento.

    Descubrí que cuando salgo a dar vueltas a la cuadra (tres, cuatro o cinco), alcanzo fácilmente los 10,000 pasos que recomienda la OMS. La OMS —se sabe— es el mejor organismo para determinar esas cosas. Mi cuerpo pareció aceptar esta rutina espaciada sin queja, pero tampoco grandes ceremonias. La meta, porque estoy loco, es caminar 20,000 pasos al día (inicialmente eran 25,000, pero eso solamente pueden lograrlo los psicópatas). Quizás nunca lo consiga.

    De mi novela, anoto pequeños pasajes que me gustan para los personajes. Hoy soñé despierto con uno de ellos: Bragamón, un cuervo matademonios. Descansaba sobre uno de los hombros de Caeli. Escuché prometerle a su hermana que todos los cuervos eran el mismo cuervo, y si uno era fantasma, entonces todos los cuervos son fantasmas. Te ves terrible, Bragamón, dijo Caeli y Bragamón se reía como un canalla, villano destructor de mundos, y como una sombra puntiaguda que se extiende, respondió a Caeli: “no te preocupes, siempre me veo terrible para mis enemigos”.

    No tenía muchas ganas de escribir hoy, así que recurrí al método de las cartas. El tarot me permitió organizar mis pensamientos. Abrió puertas místicas e imposibles. Es el segundo café del día. Puede ser culpa de la dopamina, pero creo que el futuro saldrá misteriosamente bien. Eso también lo diría Dolly Parton.

  • Escape

    Escape

    I

    Tiene rato que no quiero escapar. Ya acepté que soy mi propia prisión. Cuando era joven, a menudo me sobrepasaba este sentimiento de encontrarme con la finalidad de las cosas. La finalidad, en lo más sencillo, podía traducirse como un suicidio, muchas veces simbólico pero también, pocas veces, biológico. La finalidad también se traducía en terminar con esto o aquello, huir de algunas responsabilidades o ignorar algún problema hasta que desapareciera.

    Trastornos de las neurosis que uno se inventa.

    Después entendí que la finalidad era, sencillamente, escapar de lo rutinario, y tener el tiempo para mis placeres: libros, juegos, escritura, pensamiento.

    Muy lejos y mucho menos dramático que suicidarse, pues entendí que el amor a la vida se traducía en estos pequeños eventos, estos lapsos que podía reclamar como únicamente míos.

    II

    Pero cuántos de esos lapsos realmente puedo recordar. El placer no es aprendizaje. Apenas el placer puede transformarse en conocimiento. Aunque el placer puede ser un gran maestro, es de esos crípticos, loquitos. Por otra parte, si la finalidad es el encuentro con el placer, entonces para qué sirve la vida.

    La angustia se divide en este monstruo disparejo: la búsqueda de la finalidad y la brevedad del placer; el peligro de que la vida puede tornarse en un hilo de trivialidades. Para enfrentarme con este monstruo extraño, normalmente, recuerdo aquel año en que leí a Proust. Y me embarga un sentimiento de maravilla que tenía por descubrir sus oraciones complejas, y la lentitud y el trabajo que me tomaba tratar de asimilarlo.

    Aprendí, pues, que a veces debes beberlo y no pensar mucho en ello.

    Mi cerebro rememora la alegría suspendida del pasado, me rescata de un abismo.

    Al rememorar una de las experiencias artísticas más poderosas que tuve en los últimos años, entonces es más fácil perseguir las otras y no abandonarlas como una cinta gastada. Lo trivial se convierte en crecimiento, una declaración de principios: no solamente vivo para el placer, pero el placer es parte de la vida.

    Puedo recordar, por ejemplo, los paseos nocturnos en el mundo de Cyberpunk 2077 y sus atardeceres artificiales en esta ciudad súper poblada de constructos; recuerdo la sonrisa del monstruo de Smile o los baños de sangre de Terrifier; recuerdo las horas que pasé haciendo mis túneles de Minecraft, pensando que en cualquier momento podía encontrarme con una cueva repleta de maravillas; recuerdo a los piratas sonrientes dispuestos a entregar su vida para salvar a la historiadora a cambio de su compromiso, y ella les grita: “Ayúdenme. Llévenme con ustedes. Quiero vivir”.

    Uno de los recuerdos más traviesos de Proust: el barón de Charlus espía por una cerradura el encuentro sádico que tiene uno de los jóvenes que tanto desea. Y él no puede hacer nada, porque ya es viejo, y los viejos son indeseables, y en el Narrador esto también pesa.

    III

    El placer como maestro de vida está muy bien, pero una experiencia menos artística, y más terrenal, es recordar cuando era joven y compartía historias con mis amigos. Cuando digo que compartía historias, compartía mi conocimiento. Videojuegos, mangas, noches en internet donde navegaba por cavernas oscuras, muy parecidas a los de Minecraft. Y llevaba estas historias a mi familia, a mis amigos, alguna vez a mis amantes.

    Para que el placer no se pudra (parafraseando a Blake), y el deseo tenga el potencial de convertirse en felicidad, es esencial contar historias. Bueno, eso creo, más o menos. No sé si esto es verdad o no, pero es el nuevo manifiesto de vida.

    Lo intentaré hasta que sea un viejito apestoso.

    Cuando quiero escapar, y la lectura de Proust no es suficiente para regresarme al gozo de la vida, recuerdo que contar historias salvó la mía. Me visualizo como un joven que, de manera torpe e incidental, empieza a contarles cosas a los otros y mi cerebro hace la relación: contar historias hizo que tus amigos se acordaran de ti, y te quisieran, y te extrañaran si alguna vez lograbas encontrar una salida.

    La prisión puede ser más agradable cuando uno se da cuenta que siempre se puede regresar.