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  • El viejo loquito de los videojuegos y los libros

    El viejo loquito de los videojuegos y los libros

    I

    Estos últimos años, cansado de la facilidad con la que puedo posar el ojo en las cosas horribles y regodearme, estoy haciendo el ejercicio de buscar cosas maravillosas dentro las obras que consumo. Es una habilidad que estoy refinando a consciencia porque es muy fácil odiar las cosas y quiero vivir la ilusión de felicidad y contento. Ya odié muchas cosas durante el cáncer. También las amé, pero es porque mi cerebro estaba loco.

    Por ejemplo, a principios de año, aunque algunas veces me desesperaba, o alienaba, aprendí a gozar los cuentos raros y puercos de Felisberto. Creo que consigue lo que se propone: sonar como una canción vieja, muy antigua, que despierta algunos espíritus, o demonios, o angustias.

    Creo que he tenido pesadillas con el muchacho que se convierte en un caballo y luego es forzado a tener relaciones con una mujer.

    Felisberto me recuerda un poco a Tario, con la peculiaridad de que Tario es ridículo, quizás humorístico y absurdo, como una película clase B, un Vincent Price dirigido por Ed Wood.

    Tario es muy imaginativo, también es burdo, sencillo.

    II

    Clarice es otra cosa, creo que no tengo un punto de comparación sencillo. A veces me hace pensar en Proust, o en Joyce, y no por los artificios, pero los entornos, la elegancia y sus canallas disfrazados. Hay momentos donde ella es psicológicamente tenaz: toma a un personaje que distorsiona su narrativa hacia lo que ocurre adentro y el lector es arrastrado a esta furia, a una sonrisa descarnada, este juego de vivencias.

    Más de una vez, leyendo sus cuentos sobre momentos cotidianos, me pregunté si no había gato encerrado, una pérdida que no estaba comprendiendo. Sí, quizá a eso me refiero cuando digo que Clarice me recuerda a Joyce (Dublineses).

    III

    Tuve la oportunidad de dar un diplomado / taller en Pachucha de literatura interactiva. Reuní algunas de las clases que doy en el semestre para construir una especie de monstruo tallerístico, con el propósito de crear libro-juegos. O juego-libros. O videojuegos como libros. O cuentos como videojuegos.

    Daba una hora, quizás hora y media de teoría, y luego dejaba chambear a los alumnos (porque así me enseñó la universidad jesuíta, lejos están esos tiempos donde leíamos una hora y media y luego nos íbamos a pensar, a escribir, a reflexionar).

    El perfil de los alumnos me pareció muy diverso. Al final, creo que la experiencia fue interesante, y muy valiosa. Mis alumnos consiguieron crear libros, juegos, entornos que se prestan tanto para la creación literaria como la creación de juegos y sus conceptualizaciones estaban detalladas.

    Sorprendido, descubrí que algunos hicieron, inadvertidamente, casi sin quererlo, prototipos iniciales que parecían juegos de mesa.

    He descubierto que mi trabajo como docente, y lo que he aprendido en el mismo, también me ha transformado.

    Creo que me ha cambiado para bien.

    IV

    Para despedirme de Pachuca, fui a comer pizza con Julio Romano y Rafael Tiburcio. Platicamos un rato de trova —porque es un tema apasionante—, de la docencia, de películas buenérrimas y los tres mosqueteros. El lugar a donde fuimos a comer una pizza de arrachera y pimientos, también era una librería de segunda mano. Me paré para buscar cosas. Empecé a agarrarle cariño al lugar porque era una librería que contenía las cosas que luego hojeaba de chavito.

    Julio Romano encontró un libro de Nostradamus, editado por Roca, y me lo pasó. Empecé a hojearlo y sentí una extraña familiaridad con el libro. Recordé las cajas y cajas de libros esotéricos pertenecientes a Nayaranath, que todavía guardábamos, y arrastramos con nosotros en incontables mudanzas. Locuras que hablaban de la astrología, los masones, los celtas. También recordé aquella película de Nostradamus que vi de chavito, una especie de documental que resumía sus profecías. Alguna decía que habría un gobernador africano, etíope, que podría salvar o destruir al mundo dependiendo de su decisión y mi yo niño conoció una angustia como pocas.

    La chica que nos atendió, nos mencionó que había promoción de dos libros por uno. Resignado, me levanté de nuevo a buscar algún libro que pudiera llevarme y por casualidad, me encontré La vida interior de Alberto Moravia. Lo estudié un poco y era una edición reencuadernada, y me hizo pensar que la había rescatado alguien que quería mucho este libro, que lo había conservado a pesar de cualquier problema y cualquier mudanza. Me conmovió, pues me hizo pensar en mí, y en las cosas que he perdido a lo largo del tiempo.

    Leí ese libro de Moravia a los doce años. Solo recuerdo la sensación de que me gustó mucho, pasé muchas desveladas leyéndolo. También recuerdo algún diálogo donde se burlaban de un muchacho que hablaba de política y era un masturbador compulsivo. Desde entonces, pienso que los politólogos o los apasionados de la política o los que separan izquierdas, derechas, y expresan en demasía su identidad política, son onanistas irredentos y suelen darme risa.

    Es de esos libros que leí con lámparas y que me regresaba a leer mis momentos preferidos cada tanto, aunque solo lo leí una vez, de principio a fin. Y me hizo pensar que había otros libros, además de Stephen King y Clive Barker, y sus marranadas divertidas y terroríficas, y que quería leer mucho y más. Moravia, desde muy joven, abrió mi curiosidad lectora y me invitó a intentarlo con espacios más complejos. Aunque, hoy en día, no estoy seguro de poder recomendarlo a los jóvenes.

    Lo dejé en su lugar después de mirar el precio, pensando que estaba muy caro para ser una edición vieja y abandonada. Y eso considerando el dos por uno.

    Luego suspiré resignado.

    Me pregunté cuándo lo volvería a ver y me lo llevé.

    Ni siquiera me dieron ganas de regatear.

    V

    Arcanos menores del número cinco: número del caos, la disrupción del espíritu. La memoria es un juego por el cual transitan algunos deseos del presente. La memoria, quizás, abre caminos a la adicción, así como los juegos. Viene una persecución tenaz de la infancia, la inocencia, los primeros momentos.

    Anoto eso por ahí, como si no me conociera. Por cierto, en algunas culturas, la palabra juego remite al loquito del centro: ese que siempre está jugando con uno, ese que ha terminado afuera del espacio social y sin quererlo, acaba teniendo una libertad horrible, y se burla de todos, y hace caras, y saca la lengua, y se le cae la baba mientras se ríe, y nunca se ha sonado los mocos.

  • Nopalitos

    Nopalitos

    Como no podía dormir —me excedí de cafeína porque nunca, nunca aprendo—, anoche recordé a una muchacha maravillosa. Era mi vecina. Morena de cabello largo, muy bonita, y aunque yo era un niño, me saludaba amablemente y me retorcía el corazón, y el estómago, y quizás encendía mi cabeza, mi corazón [otra vez, dos veces, tres veces], un pedazo de mi páncreas y me enloquecía.

    Vivía directamente en el piso de arriba.

    Me gustaba mucho, pero la amplia diferencia de edad complicaba la cosa. Ella iba en preparatoria, seguramente. Y yo apenas en la secu.

    Pensaba en ella y luego me arrepentí por navegar en el espacio del recuerdo; es un cinema paradiso, el viejo ciego que te toma de los brazos y te pide que no regreses, no cedas a la nostalgia, olvídalos a todos.

    Aprovecho para confesar esto: alguna vez la vi en la ventana, se veía desnuda y divertida, con los ojos entrecerrados, mirando a la nada mientras una sombra detrás de ella la impulsaba. Eran las tres de la tarde. Obviamente, como chamaquillo de secundaria, no estaba preparado para eso y tan pronto me di cuenta lo que estaba pasando, fui corriendo a encerrarme en mi casa y rumiar sobre lo que acababa de ver.

    Mis piensos enmarañados todos confundidos. Pero en la pubertad, hasta cuando un pájaro silba en tu oído, confunde.

    Supe, años más tarde, que había perdido la oportunidad de un voyerista, pero también años, años más tarde, caí en cuenta que mi huída sirvió para proteger un recuerdo.

    Como un Bart Simpson cualquiera, tuve el impulso de tocar su timbre, hacer la travesura e interrumpir la urgencia de la muchacha maravillosa y aquella sombra. Quizás lo hice, por cabrón y celoso, y porque uno debería reescribir sus recuerdos a satisfacción. Supongamos que sí pasó, y que vi a uno de mis vecinos salir del departamenteo de la chamaca, un güerillo que se engelaba el cabello como un punketo cualquiera, vistiéndose rápidamente mientras corría por las escaleras del edificio.

    Semanas después, la muchacha se tiró de un segundo piso. Todavía recuerdo el eco de su grito. Me asomé para ver lo que estaba pasando y me dio algo cuando supe que era ella. Obviamente no se mató, para vergüenza y alivio de todos. Los vecinos empezaron a cuchichear mientras se la llevaba una ambulancia: “se quiso matar por amor, es que se embarazó, es que vivía deprimida”.

    No lo sé. Creo que se la pasaba bien.

    Quizás se cayó por estar cogiendo pero yo no iba a ofrecer ese pedazo de información.

    En adelante, cuando regresó del hospital, un par de meses después, no me saludaba muy bien. A nadie. Andaba con la cadera chueca y la carita cansada.

    Mirándola a ella desde la memoria, desde el tiempo y la distancia, desde lo imposible y lo ideático, se me ocurrió que yo soy lo mismo para alguien más. Un tipo que era maravilloso y después empezó a caminar chuequito, cansado, mal cogido de muerte. Un personaje ajeno, uno que lo saludaba bien y parecía medianamente agradable; un objeto nostálgico que habrá sufrido una caída vergonzosa y en un universo paralelo, creció como los gusanos dentro de una lata.

    La memoria es un tarro de conservas.

    Hoy, para mí, que la memoria es un nopal en salmuera.

  • Ranma

    Ranma

    Anoche vi Ranma 1/2 junto con mi esposa. Cuando acabó, ella dijo que se acordó cuando era jovencita. Sonreí. Yo también empecé a navegar una nostalgia muy particular. No fue la misma que me provoca Dragon Ball, o He-Man, pero fue otra cosa. Quizás recordé el sueño que me daba Ranma de chavito: una liberación del cuerpo a través de mojarse con agua fría, y luego retornar a la normalidad con el agua caliente, una fantasía adolescente de convertirse en mujer, en hombre, en cerdo, en panda y asumir estos roles, y olvidarse de la voluntad, rechazar las ocurrencias de la sociedad.

    Rumiko Takahashi, una autora excepcional en el mundo del manga, tiene una elegancia sobrenatural para socavar el deseo. Una de las historias de terror que me fascinaba de ella, y que miraba de niño (tenía nueve o diez años la primera vez que supe de ella), una y otra vez, fue la Saga de las sirenas, o Ningyo Shirizu. Es una serie de historias donde un joven inmortal, Yuta, con quinientos años, viaja por todo Japón para encontrar una cura a su maldición. La recuerdo como una historia sangrienta, donde el cuerpo duele increíblemente de lo mucho que sufren los personajes. La inmortalidad no exenta el dolor, pero lo hace potencialmente inolvidable.

    Screenshot

    Otra de las historias que leí de Rumiko fue Maison Ikkoku. Trata de un joven mediocre que se enamora de una viuda unos años mayor que él. Si el deseo de las sirenas trataba de la inmortalidad, el deseo de Maison Ikkoku trata sobre cómo acceder a un objeto amoroso (Barthes) que está infatuado por la idealización de lo muerto. Yusaku, el protagonista, continuamente persigue y huye de la sombra del marido de Kyoko, quien era un profesor muy respetado. Y así como es mediocre en su vida y en los estudios, sabe que está muy lejos de ser digno de amor, no se diga de ocupar el lugar de un señor, una sombra.

    Por eso es una serie encantadora, inusualmente restaurativa: el joven crece, sabe que debe cambiar, que debe ser un poquito mejor para poder mostrarse ante ella mientras que en ella vemos el duelo, la aceptación y, finalmente, la disposición a amar de nuevo.

    Desperté y seguía pensando en Ranma. Me desesperaba mucho porque en español mexicano, Akane siempre estaba gritando. Ranma es una de esas historias donde los personajes nunca se dicen cosas porque si lo hacen, todo se resuelve y se acaba el capítulo del día. Cuando finalmente están preparados para hablar, se gritan y los gritos siguen escalando. Rumiko, por cierto, dicen que dijo en una entrevista que le gustaba mucho el trabajo de Akane mexicana.

    Hay una parte de Ranma, si no me equivoco, donde el padre eventualmente se cansa de ser humano. Dice algo como que prefiere quedarse como panda, ya que ser un animal es menos problemático. Entonces en la serie y en el manga, progresivamente, cada capítulo, lo vemos menos tiempo como humano para convertirse en aquello que desea ser: un panda.

    Aunque no estoy muy seguro, puede que me lo haya inventado.

    Creo que finalmente he aprendido, y eso me lo dijo Ranma, y Rumiko, que no todo debe decirse. Hay deseos que siempre estarán gestándose en el corazón, deseos que nos cambian, nos transforman y también nos pervierten. Es difícil aceptar esos deseos, y es particularmente difícil ver al otro actuando bajo el control de esos deseos. El choque viene cuando todos expresan lo que desean.

    El otro es una maldición, es una persona que se transforma en muchas personas cuando uno, apenas, con trabajos, establece su normalidad.

    Es muy shakespereano el asunto.

    Y a su vez, nosotros somos esta ilusión de un individuo cuando, en el corazón, tenemos a los animales dormidos, a la mujer y al hombre dormidos, y estos despiertan y toman el control. Mágicamente, como un cuento chino, cuando nos guían estos espíritus descubrimos las puertas de tesoros más allá de nuestra comprensión.

  • Vergüenza

    Vergüenza

    I

    En raras ocasiones, mi abuela se hacía chiquita, más chiquita de lo habitual, y caminaba como un ratoncito temeroso, y podía escucharse el ruido de sus patitas que iban de un lugar a otro. Y me acordaba de los cuentos infantiles, de los ratones que planchan y cosen, y se esconden del gato. Me sorprendía mucho porque mi abuela tiene mucho carácter y pensar con ella como un ratón es más de lo que puedo soportar cualquier lunes, o martes, a las diez de la mañana, cuando ni siquiera me he terminado el primer medio litro de café.

    Lo mismo le pasa a mi madre. A veces se hace chiquita e indefensa, y disminuye su tono de voz. Y obliga a la pregunta: ¿quién te hizo algo? Pero no fue nadie, quizás fue el entorno, o su locura particular porque mi madre está loca, y me heredó algunas de sus locuras aunque no puedo precisar cuáles.

    Hago nota de esto porque también me pasa. Algunas veces me descubro haciéndome pequeño, y caigo en cuenta de la posición de mi cuerpo, de la rigidez y la curvatura, y lo primero que se me ocurre es que estoy sintiendo vergüenza, y no quiero que me vean pero es casi imposible, porque si la posición es muy sencilla para gente pequeña, para mí no lo es, porque soy alto y robusto, gordo. Entonces me enderezo, tomo aire y me digo mentalmente: “no soy esta persona, no puedo serlo”. Y luego pienso [cosas, como un ruido blanco]. Algunas veces no puedo definir qué tipo de vergüenza: vergüenza ajena, o vergüenza de mí mismo. Casi siempre es la segunda.

    Quizás los señores del comportamiento (The Behaviour Panel) que sigo en YouTube pueden explicar la normalidad como un gesto base, y hacerse chiquito como una señal a la que deberíamos de prestar atención. Se hace chiquito porque esconde algo, porque está preparándose para resolver una guerra interna, se hace diminuto e invisible porque piensa matar a alguien, o algo, una criatura del otro mundo.

    Aunque me gusta jugar al detective de los gestos familiares, de la memoria genética de mi familia, esta vergüenza pretendida solo me pertenece a mí. Nunca sabré porque mi abuela se hacía chiquita. Y si hago esta misma pregunta a mi madre, pienso que no recibiré una respuesta satisfactoria. Uno puede replicar los cuerpos de sus antepasados pero, de ningún modo, puedes emular lo mismo que ellos han vivido. Lo que para mí es vergüenza, quizás, para otro es discreción o una sana valentía.

    II

    Este fin de semana vi Baby Reindeer. Supuestamente está basada en una historia verdadera. Me animé a verla porque los señores que observan el comportamiento analizaron al creador, Richard Gadd, en varias entrevistas y dijeron cosas muy interesantes del artista. Un artista de artistas, dijo Mark Bowden, el analista británico. Escuché las entrevistas de Richard Gadd y me pareció que tiene un timbre de voz muy agradable, una cadencia sabrosísima. No sabía que Richard Gadd era escocés, de saberlo, me habría animado a ver la serie desde antes. Los escoceses me gustan porque difícilmente esconden la porquería, les resulta fácil contemplarse sucios, falibles.

    En uno de los fragmentos, uno de los señores, Greg Hartley, señaló un flash involuntario que hizo el artista durante una de las entrevistas. Greg explicó brevemente que se trataba de un recuerdo involuntario, una memoria que trataba de salir a la luz que se daba en casos muy específico. Scott, su colega, lo interrumpió en ese momento y le pidió que hablara de ese tipo de situaciones. Greg pareció renuente, pero Scott insistió.

    —Ocurre durante las torturas. Cuando educo a las personas para resistir interrogamientos, a veces tenemos campamentos y entrenamientos donde simulamos este tipo de situaciones. En algunos ejercicios de resistencia, por el agotamiento extremo, ya no pueden recordar rostros y voces. Quedará en algún lugar del inconsciente, pero no pueden evocar el recuerdo específico. Lo que sí pueden recordar son manos, a veces olores. Precisamente, cuando una víctima trata de recordar esas situaciones puede tener un flashazo así: se dilatan sus pupilas y sus ojos brillan, brevemente, como los de un animal. Chase también sabe de ello.

    Chase, mi preferido del panel, sonrió y dijo—: las simulaciones suelen ser una cosa muy difícil. Sales de ahí sin saber qué es real o no. Se olvida fácilmente que es una simulación.

    Greg y Chase suelen entrenar militares y otras personas de altos mandos para resistir interrogamientos si son capturados. Me parece impresionante que podamos ver a estas personas en YouTube hablando de su trabajo. A su vez, me parece divertido que dediquen unas horas de su día para hablar de Richard Gadd y de Baby Reindeer. Los he visto hablar de celebridades porque la gente de YouTube se los pide y ellos son indulgentes. Cuando analizan luminarias, suelen decirnos que viven en otra capa de la realidad, que para ellos nosotros somos la simulación. Dicen esto si fuera un mundo lejano, inasible. Pero luego tienen comentarios de ese otro mundo: la verdad, el cuerpo, los gestos, la tortura, la mentira, los psicópatas; y no se dan cuenta, pero también es un mundo lejano, absurdo, irreal y fascinante.

    Somos simulaciones que entrechocan unas con las otras.

    III

    Tuve un sueño muy raro: Nico, Morgana y yo estábamos en un sillón. Y Sol llegó para decirme:

    —No olvides la regla del idiota en el sillón.

    Torcí la boca, como suelo hacerlo cuando escucho mentiras en los sueños, y pregunté:

    —¿Cuál es la regla de los idiotas?

    —Cuando hay tres personas en un sillón, uno de ellos es el idiota.

    En un momento fantástico, la gata, la perra y yo nos miramos intensamente hasta que desperté. Al abrir los ojos, miraba a la perra babear sobre la cama y a la gata jugar con la cola de la perra dormida.

    Pensé que la regla no aplicaba en cama y me dormí otra vez.