Etiqueta: inteligencia artificial

  • Borde

    Borde

    Este mes, por mi cumpleaños, me regalé una suscripción a MidJourney. Es el generador de imágenes con IA que más me gusta por su versatilidad y su variedad de estilos.

    La capacidad de MidJourney para provocar el caos arroja resultados que se alejan de la norma y pueden ser interesantes. Usualmente uso el de bing y me contento con cualquier ilustración que pueda vomitar y que esté medianamente decente. Bing, sin embargo, suele sentirse barato.

    Me he puesto a generar imágenes de lugares y abstracciones para guardar algunas y tenerlas disponibles para el blog. No creo, jamás, ocuparlas todas pero de todos modos las acumulo por si se me ocurre algo con ellas.

    Quizás este es el problema de la inteligencia artificial (solamente uno, de los muchos e interminables): buscas con quién hablar, a quién pedirle algo, ella te suelta cosas, las acumulas, las olvidas. El narcisismo del ser humano, una vez más, resolviéndose con más problemas.

    II

    Durante mi primer año de remisión, uno de los momentos más dulces fue cuando viajé a Guadalajara, me quedé un par de semanas y me puse a correr.

    Corrí varios de sus parques bonitos. Parques que todavía envidio muchísimo porque en Puebla no los encuentro iguales. Escogía lugares donde se abrían los árboles y mostraban uno que otro camino. Me hacían sentir, como en los videojuegos hermosos, un explorador.

    Corriendo, uno de mis mantras derivó en una pregunta que me repito a menudo: “¿a dónde me llevará ese camino bordeado de árboles?”. Un mantra que me ayudaba a seguir corriendo y me empujaba, digamos, a una aventura interior y exterior. Empecé a creer en estos caminos como una transición a un lugar mejor. Los recuerdo intensamente soleados, mi sombra extendida quedándose atrás mientras yo planeaba perderme, disolverme con el entorno.

    Regularmente pido a MidJourney esos caminos bordeados de árboles. No porque me hagan falta, después de todo, puedo hacer la visualización en cualquier momento y esto también es muy placentero. Es como si hubiera aprendido un truco para complacer uno de mis diablos internos. Pero siento que hay algo de belleza en pedirle un paisaje común a una inteligencia artificial.

    III

    Una de mis fantasías, además de ser líder de un culto gringo pop de mediados de los noventa, abrir mi primer Glory Hole Town Cholula y levantar mi calabozo medieval para renta (guiño, guiño), es tener una hermosa biblioteca con un árbol milenario protegiéndola en algún lado.

    La biblioteca contendría libros prohibidos, folios censurados, bestiarios, bitácoras cifradas, manifiestos de broma, contratos de dominación y sumisión, chistes fallidos del mil chistes, hechizos caóticos, sigilos inservibles, álbumes fotográficos con las caras más bobas de mis amigos, paisajes de otros planetas, los diarios de mis abuelos (los que conocí y los que no), una carta de mi padre, mangas hechizos de universitarios geniales, las partidas de ajedrez de mi madre, las conversaciones que he tenido con mi esposa, la historia de otras versiones mías.

    Ya lo sé, son sueños complicados —por no decir imposibles— y quizás por eso escribo un montón, y por eso escribo todo el tiempo. Escribo, además, para regalarme cosas. Al menos MidJourney me da versiones de estas fronteras fantásticas, versiones que después puedo explorar para quitarles las rebabas, la artificialidad.

    Primero me gustaba la idea de que un árbol protegiera la biblioteca y luego se me ocurrió que podía ser un hongo. Pensé en la red de pensamientos y comunicación que tienen los hongos, los árboles y las plantas. Ellos también son, a su modo, una biblioteca de conocimientos que nos están prohibidos. Creo que ya me distraje, ¿a qué parte de la biblioteca me llevará ese camino bordeado de hongos?

  • Orangután

    Orangután

    Ayer, vi el video de un ingeniero que hablaba directamente a la cámara. Su objetivo, dijo, era conectar más con gente afín, que no buscaba monetizar el canal o amasar followers. Dijo que solía trabajar con inteligencia artificial, pero que hoy en día, prefería construir comunidades para sus hijos. Imaginé que programaba pequeñas redes sociales en PHP y Python para generar resultados chistosos, cagaditos, un método de enseñanza muy STEM o una locura así. Overkill admirable. Y luego habló de sus hijos, y que deseaba un mundo mejor para ellos. Siempre son los hijos, pensé divertido. Se me ocurrió que es uno de esos hombres que hacen amigos en internet, y que luego le muestran a su familia lo que hacen sus amigos lejanos, y que los siente muy suyos, muy próximos. Quizás, lo que llamó más mi atención, fue cómo inició: “si estás aquí, es porque el algoritmo sospecha que tú y yo podemos ser carnales (la traducción es mía), y que podemos conectar”. Muy misterioso el asunto, very demure, very mindful. Le di like a su video, entrecerré los ojos y pensé, de pronto, que el algoritmo me traería puros videos buenaondita de ocasión.

    Anoche, se conectó una exalumna a mi stream y platicamos un rato. Preguntó sobre mi vida pasada: los comerciales, la producción. Y hablé de ello como si hubiera ocurrido hace doscientos años. K me preguntó mi edad, le dije que 42 años y ella JAJASEÓ en mayúsculas y me dijo que esa era la edad de su madre, que cómo le hacía para que todo sonara antiguo, viejo. Habló de que le gustaría una optativa de producción y puse a trabajar el changuito cerebral: ¿podría armar una materia con esos conocimientos? Quizás sí, pero eventualmente me dio flojera. Desde que huí de los comerciales hace más de quinientos años, vivo más tranquilo, vivo feliz, duermo a mis horas, me desvelo por estar leyendo o jugando. Y mientras platicábamos de actrices, de modelos, de que ella quería dejar la escuela para ya ponerse a trabajar en materia de producción de arte, escenografía o fotografía, yo empecé a tener este monólogo interno: no tengo prisa, no hay un jefe que me persiga y me pregunte si ya están los videos; no estoy recibiendo los gritos de un director canadiense porque escogió a un niño actor que no es tan guapo como él creía o tan carismático como sus abuelos, sus padres, su imaginación; no estoy mordiéndome las uñas porque escogieron a una actriz por buenísima, sabrosa, y a ver si no pasa algo, madre mía, porque cómo diablos la voy a cuidar, si van a viajar a no sé dónde y me van a llamar por teléfono, y me van a decir: “creo que pasó algo con Gustavo”, y yo voy a estar tan cansado, tan molido, porque son otros tres comerciales a la puerta, y no sabré qué diablos hacer pero de todos modos, tomaré una taza de café, encenderé el último cigarrillo de la cajetilla, y le llamaré a la agencia de modelos para entender qué fue lo que pasó y anotar cosas en una libreta como si eso sirviera de algo.

    El lunes pasado, mientras leíamos un ensayo de Diego Olavarría, mis alumnos de repente se pusieron contentos, medio chacales, tomando control de la energía del salón y yo los dejé por unos minutos. Eventualmente me preguntaron si no quería ir a las miches con ellos. Yo me reí. Y les dije que no, pero para apaciguarlos les sugerí que tal vez podíamos hacerlo al final del semestre. No entiendo los mecanismos que llevan a los alumnos a invitar a beber a un profesor: ¿quieren conocerlo mejor?, ¿quieren verlo humillarse?, ¿quieren verlo como un igual? Y pobrecillos, por qué exponerse a la mirada que juzga del profesor en un ambiente que no sea el salón de clases: “jaja, míralo, está borrachísimo”. Mirada espejo, por cierto. Luego pasó el momento. Dulcemente pensé que esa era una decisión. No iba a ir a las miches, a tomarme una miche o un azulito porque qué perro oso, pero me di cuenta que podía hacerlo, que tenía el tiempo para hacerlo, tomarme una cerveza, mirar a los jóvenes hacer su desmadre de jóvenes mientras trato de convencerme de que no estoy tan viejo. Y como tengo doscientos años, pensé en aquella ocasión, como siempre pasa que me pongo melancólico y payaso, cuando acompañé al DJ de jalacables y después del séptimo vodka con jugo de arándano, en un Halloween de antaño, me puse a llorar porque me pareció lo más bello ver a un orangután bailando con una princesa.

  • Servilleta

    Servilleta

    Me pasa, cuando no quiero creer en lo que escribo, primero escribo que se trata de un sueño. El sueño suaviza las palabras, las líneas; el escenario se vuelve una cosa teatral, como si fuera un mundo de goma, mal pintado, improvisado para una obra escolar y rupestre, económica; da una oportunidad extraña: me invento cosas pero no son culpa mía, es un invento que surge de las profundidades cerebrales.

    Quien escribe se separa del que sueña, como si el que soñara no tuviera la misma capacidad para la escritura y la imaginación.

    Todos sabemos que la imaginación es sueño.

    El sueño, insiste quien escribe, y tiene miedo de lo que puede escribir, es un disparate procesado por las neuronas que no están controladas, educadas. Stream of consciousness pero pinchón.

    Sueño con el monstruo, sueño que destruyo mi vida y las comodidades, sueño con la muerte de una persona que odio o, mejor todavía, la muerte de una persona que amo, sueño con un temblor, con la ruina económica, con la vejez y las horas que anteceden la muerte, sueño con la caída.

    Luego me siento frente a mi cuaderno de apuntes y empiezo con una línea: sueño qué, y la rayo, porque es un recurso muy malo. Igual que las inteligencias artificiales alucinan, la cabeza hace lo mismo: darle sentido al flujo del conocimiento, de la experiencia. Hablar de lo humano como se puede. De todas maneras, sueño con el descontrol.