De chavito, no solo me gustaban los he-manes por musculosos y sabrosos, pero también porque eran estas representaciones antinaturales de lo imposible. Cada he-man es una especie de quimera (me resisto a llamarles personajes, todos son un he-man y como diría Schopenhauer, un he-man es todos los he-manes), una combinación del hombre con un elemento natural.
Parecen, de refilón, una cosa muy psicológica. Está el hombre pájaro pelo en pecho, el hombre abeja de los gogles steampunk; el hombre de los tres rostros: hombre, robot y monstruo; el hombre cíclope de los tres ojos: emperrado, enojado, menos enojado; el hombre negro que vino del sol (diseñado por una mujer negra, porque quería ver a su hijo representado); el hombre cerdo de verdes y rosas; el hombre calavera que ama los libros y los secretos; el hombre bestia que duda de su propia bestialidad; el hombre monstruo acuático con cara de erizo.
He-man existe para enaltecer todas esas fantasías masculinas, subterráneas, donde lo monstruoso está a unos juguetes de aparecer. Me gustaba he-man porque tenía la idea de que podía separarlo en pedazos, cambiar los brazos de uno por otro, poner las cabezas del monstruo en las del hombre, y crear mis propias figuras de acción. No lo hice, porque los juguetes me salían muy caros, pero lo usaba de modelo para aprender a dibujar. A la fecha, creo, una de mis memorias kinéticas consiste en que puedo dibujar la mayoría de los músculos inexistentes de los personajes de Eternia.
A través del dibujo, inventaba mis propias combinaciones y me sentía largamente satisfecho de dar vida a lo que no pertenecía al mundo limitado que me estaban vendiendo.
Las nuevas viejas figuras de los amos del universo permiten eso: son muy fáciles de separar para que hagas los intercambios. Los juguetes son este primer espacio de la personalización y de la construcción de mundos: el empoderamiento no solo viene a partir de las historias que puedan contarse, pero cómo diseñamos a los personajes, los avatares, que habitarán las historias de nuestra imaginación.
Siguiendo el modelo, surgieron los thundercats y después la versión caricatura de las tortujas ninja (me voló la cabeza cuando los leí en la heavy metal, y eran una cosa muy violenta, despampanante). Ambas caricaturas usaban un misterioso término: mutante, el mismo de los hombres x.
Podía verse la evolución de este tipo de historias en cuanto al arte, el diseño y la historia. Menos músculos, un poco más de inclusión y diversidad, más elementos monstruosos y poderes fantásticos. También, durante horas, me la pasé dibujando tortugas ninja y tratando de imaginar que otros animales podrían tener una variante antropomórfica.
Quizás, hasta llegué a preguntarme si eso sería un trabajo. Y parece que sí. Algunos afortunados viven de diseñar monstruos que surgen a partir de sus miedos, sus inseguridades, su obsesión por controlar el entorno pero también para darle forma al encanto de los niños, sus métodos de imaginación y maneras de explicarse el mundo.
Estos últimos años, cansado de la facilidad con la que puedo posar el ojo en las cosas horribles y regodearme, estoy haciendo el ejercicio de buscar cosas maravillosas dentro las obras que consumo. Es una habilidad que estoy refinando a consciencia porque es muy fácil odiar las cosas y quiero vivir la ilusión de felicidad y contento. Ya odié muchas cosas durante el cáncer. También las amé, pero es porque mi cerebro estaba loco.
Por ejemplo, a principios de año, aunque algunas veces me desesperaba, o alienaba, aprendí a gozar los cuentos raros y puercos de Felisberto. Creo que consigue lo que se propone: sonar como una canción vieja, muy antigua, que despierta algunos espíritus, o demonios, o angustias.
Creo que he tenido pesadillas con el muchacho que se convierte en un caballo y luego es forzado a tener relaciones con una mujer.
Felisberto me recuerda un poco a Tario, con la peculiaridad de que Tario es ridículo, quizás humorístico y absurdo, como una película clase B, un Vincent Price dirigido por Ed Wood.
Tario es muy imaginativo, también es burdo, sencillo.
II
Clarice es otra cosa, creo que no tengo un punto de comparación sencillo. A veces me hace pensar en Proust, o en Joyce, y no por los artificios, pero los entornos, la elegancia y sus canallas disfrazados. Hay momentos donde ella es psicológicamente tenaz: toma a un personaje que distorsiona su narrativa hacia lo que ocurre adentro y el lector es arrastrado a esta furia, a una sonrisa descarnada, este juego de vivencias.
Más de una vez, leyendo sus cuentos sobre momentos cotidianos, me pregunté si no había gato encerrado, una pérdida que no estaba comprendiendo. Sí, quizá a eso me refiero cuando digo que Clarice me recuerda a Joyce (Dublineses).
III
Tuve la oportunidad de dar un diplomado / taller en Pachucha de literatura interactiva. Reuní algunas de las clases que doy en el semestre para construir una especie de monstruo tallerístico, con el propósito de crear libro-juegos. O juego-libros. O videojuegos como libros. O cuentos como videojuegos.
Daba una hora, quizás hora y media de teoría, y luego dejaba chambear a los alumnos (porque así me enseñó la universidad jesuíta, lejos están esos tiempos donde leíamos una hora y media y luego nos íbamos a pensar, a escribir, a reflexionar).
El perfil de los alumnos me pareció muy diverso. Al final, creo que la experiencia fue interesante, y muy valiosa. Mis alumnos consiguieron crear libros, juegos, entornos que se prestan tanto para la creación literaria como la creación de juegos y sus conceptualizaciones estaban detalladas.
Sorprendido, descubrí que algunos hicieron, inadvertidamente, casi sin quererlo, prototipos iniciales que parecían juegos de mesa.
He descubierto que mi trabajo como docente, y lo que he aprendido en el mismo, también me ha transformado.
Creo que me ha cambiado para bien.
IV
Para despedirme de Pachuca, fui a comer pizza con Julio Romano y Rafael Tiburcio. Platicamos un rato de trova —porque es un tema apasionante—, de la docencia, de películas buenérrimas y los tres mosqueteros. El lugar a donde fuimos a comer una pizza de arrachera y pimientos, también era una librería de segunda mano. Me paré para buscar cosas. Empecé a agarrarle cariño al lugar porque era una librería que contenía las cosas que luego hojeaba de chavito.
Julio Romano encontró un libro de Nostradamus, editado por Roca, y me lo pasó. Empecé a hojearlo y sentí una extraña familiaridad con el libro. Recordé las cajas y cajas de libros esotéricos pertenecientes a Nayaranath, que todavía guardábamos, y arrastramos con nosotros en incontables mudanzas. Locuras que hablaban de la astrología, los masones, los celtas. También recordé aquella película de Nostradamus que vi de chavito, una especie de documental que resumía sus profecías. Alguna decía que habría un gobernador africano, etíope, que podría salvar o destruir al mundo dependiendo de su decisión y mi yo niño conoció una angustia como pocas.
La chica que nos atendió, nos mencionó que había promoción de dos libros por uno. Resignado, me levanté de nuevo a buscar algún libro que pudiera llevarme y por casualidad, me encontré La vida interior de Alberto Moravia. Lo estudié un poco y era una edición reencuadernada, y me hizo pensar que la había rescatado alguien que quería mucho este libro, que lo había conservado a pesar de cualquier problema y cualquier mudanza. Me conmovió, pues me hizo pensar en mí, y en las cosas que he perdido a lo largo del tiempo.
Leí ese libro de Moravia a los doce años. Solo recuerdo la sensación de que me gustó mucho, pasé muchas desveladas leyéndolo. También recuerdo algún diálogo donde se burlaban de un muchacho que hablaba de política y era un masturbador compulsivo. Desde entonces, pienso que los politólogos o los apasionados de la política o los que separan izquierdas, derechas, y expresan en demasía su identidad política, son onanistas irredentos y suelen darme risa.
Es de esos libros que leí con lámparas y que me regresaba a leer mis momentos preferidos cada tanto, aunque solo lo leí una vez, de principio a fin. Y me hizo pensar que había otros libros, además de Stephen King y Clive Barker, y sus marranadas divertidas y terroríficas, y que quería leer mucho y más. Moravia, desde muy joven, abrió mi curiosidad lectora y me invitó a intentarlo con espacios más complejos. Aunque, hoy en día, no estoy seguro de poder recomendarlo a los jóvenes.
Lo dejé en su lugar después de mirar el precio, pensando que estaba muy caro para ser una edición vieja y abandonada. Y eso considerando el dos por uno.
Luego suspiré resignado.
Me pregunté cuándo lo volvería a ver y me lo llevé.
Ni siquiera me dieron ganas de regatear.
V
Arcanos menores del número cinco: número del caos, la disrupción del espíritu. La memoria es un juego por el cual transitan algunos deseos del presente. La memoria, quizás, abre caminos a la adicción, así como los juegos. Viene una persecución tenaz de la infancia, la inocencia, los primeros momentos.
Anoto eso por ahí, como si no me conociera. Por cierto, en algunas culturas, la palabra juego remite al loquito del centro: ese que siempre está jugando con uno, ese que ha terminado afuera del espacio social y sin quererlo, acaba teniendo una libertad horrible, y se burla de todos, y hace caras, y saca la lengua, y se le cae la baba mientras se ríe, y nunca se ha sonado los mocos.
Me pasa, cuando no quiero creer en lo que escribo, primero escribo que se trata de un sueño. El sueño suaviza las palabras, las líneas; el escenario se vuelve una cosa teatral, como si fuera un mundo de goma, mal pintado, improvisado para una obra escolar y rupestre, económica; da una oportunidad extraña: me invento cosas pero no son culpa mía, es un invento que surge de las profundidades cerebrales.
Quien escribe se separa del que sueña, como si el que soñara no tuviera la misma capacidad para la escritura y la imaginación.
Todos sabemos que la imaginación es sueño.
El sueño, insiste quien escribe, y tiene miedo de lo que puede escribir, es un disparate procesado por las neuronas que no están controladas, educadas. Stream of consciousness pero pinchón.
Sueño con el monstruo, sueño que destruyo mi vida y las comodidades, sueño con la muerte de una persona que odio o, mejor todavía, la muerte de una persona que amo, sueño con un temblor, con la ruina económica, con la vejez y las horas que anteceden la muerte, sueño con la caída.
Luego me siento frente a mi cuaderno de apuntes y empiezo con una línea: sueño qué, y la rayo, porque es un recurso muy malo. Igual que las inteligencias artificiales alucinan, la cabeza hace lo mismo: darle sentido al flujo del conocimiento, de la experiencia. Hablar de lo humano como se puede. De todas maneras, sueño con el descontrol.