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  • Recuerditos de mi vieja

    Recuerditos de mi vieja

    El otro día tuve un instante de iluminación: cuando fui un chamaquillo, a mi abuela le molestaba que no pensara en los demás y, por eso mismo, su educación social surgía de un amor airado. María se enfadaba conmigo por las tareas inconclusas, por no saber preparar mi desayuno ni el de los otros, por no entender el tiempo ajeno, especialmente el de los mayores. Pasaba horas explicando, me daba manuales para que comprendiera mejor el contexto de sus hijos. Se nos iba tiempo valioso, ella tratando de enseñarme el sentido de mi familia numerosa, incidental, y cómo podía contribuir a ese gran propósito.

    Repito los gestos frustrados de mi vieja cuando conozco a alguien que no muestra el menor interés por ponerse en el lugar del otro. Pero la mayor de las veces es una falta de interés ingenua, una inocencia salvaje que da risa. En mis clases, cuando me pongo ñoño, menciono a Charles Xavier y explico que es uno de los mutantes más poderosos del mundo porque es un empático nivel omega. Eso debería ser una señal: no cualquiera puede entrar y salir de ese espacio, y reconocer esa dificultad debería ayudarme a entender a algunos bobos, a los ingenuos. Desde el lado filosófico: el infierno son los otros porque nos revelan como seres mínimos, ignorantes. La incapacidad de vivir una perspectiva ajena es, de un modo sencillo, descubrirse tonto, sin imaginación, sin la suficiente humanidad o una humanidad singular.

    Es más fácil mirar al otro como un planeta ajeno, el universo que jamás exploraremos. Y también es más fácil quedarnos con estos pequeños rasgos que ofrecen una explicación, una narrativa lo suficientemente satisfactoria para ignorar la curiosidad, esa que mata al gato.

    Mi abuela se molestaba porque no pensaba en los demás, pero ella, desde niña, fue enviada a una familia adinerada para servir como la extraña jovencita de piel blanca, muchacha de pueblo, instruida específicamente para atender las necesidades de unos extraños. Luego tuvo su propia familia, seis hijos, fue abandonada por su marido, y esa cadena de pequeñas bendiciones y desgracias la llevó a pensar constantemente en los otros.

    Primero, fue su trabajo pensar y cuidar a una familia que no era suya; ese aprendizaje le sirvió para cuidar a sus hijos y asegurar su supervivencia tras el abandono. Sus hijos se convirtieron en un laboratorio accidental, problemas que se resolvían a un ritmo desigual, a veces vertiginoso.

    Me frustro como ella porque así me enseñó a querer. Estamos condenados a repetir a nuestros viejos. He aprendido aceptar que puedo querer a otra persona a través del enojo, y que mi rechazo hacia otro puede ser una ilusión, un sentimiento fragmentado y confundido.


    Tengo un diario a mano para escribir mis ideas. Constantemente escribo cosas, personajes, piensos. Me deshago de todo lo que puedo.

    La relectura me llena de sentido, ilumina aspectos de mi persona que estaban apagados o difusos. Escribir un diario es el flujo de la conciencia y lo poético; es el sinsentido persiguiendo a los monstruos, lo tangible, el deseo.

    Mi abuela no solo amaba a través de la frustración o el enojo, no se trataba solo de empatizar o tener compasión por los demás. Creo que conmigo descubrió una paciencia infatigable, la de un animal creativo, para contarme historias. Pasábamos mucho tiempo juntos, y ya tenía colmillo cuidando niños, así que podía practicar otras formas de ser ella.

    Las horas se nos iban mientras ella me contaba historias en el puesto de zapatos; no llegaban clientes y no había nada más que hacer. Las historias que mejor recuerdo son sus chistes sobre el diablo o las abstracciones de su pueblo, como los caminos de girasoles o los sauces llorones alcanzados por algún rayo.

    Recordar sus historias significa escuchar el viento que atraviesa los campos de girasoles, a la vieja que nos vendía chapulines de una cubeta de metal.

    Rara vez me hablaba de su familia: su padre o sus hermanas, porque sospecho que detrás de esos recuerdos había una tristeza extraña que no me correspondía heredar, y cuya carga estaba recetada para otros.

    Me heredó la intuición del amor que surge a partir de contarles historias a los otros. Digo que es una intuición porque no lo sabes hasta que pasan los años, y una persona muy querida regresa a ti, te abraza, y tienen el tiempo de mirarse a los ojos, tomarse de las manos y reanudar el vínculo a partir de una historia que compartieron, una aventura que vivieron juntos. En su momento, desde el ruido de la juventud, ese amor surge de lo incidental, es un pedazo de vida que arraiga en palabras y risas, a veces deseo y caricias, como un arbolito que echa raíces en el patio y nunca te molestaste en podar.

    Contar historias a otros, pienso a menudo, fue lo que salvó mi vida. Sirva esto como un recordatorio de que lo aprendí a través de mi abuela, luego de mi madre, y también de mis tíos y tías. Más tarde lo descubrí con mi esposa. Y cuando estuve solo, mucho tiempo, le di voz a un cactus que se convirtió en mi mejor amigo, y después a mi perra porque era un bebé que necesitaba malgastar su exceso de vida a través de los tantísimos paseos. Cómo no iba a contarme cosas ese perro orejón de ojos grandes.

    Mis amigos tienen voces que me cuentan cosas, y pienso en sus tonos cándidos, amables, que se suavizan cuando comparten sus vidas. Pienso en mis amigas escandalosas, las que se ríen mucho, y rompen todas mis expectativas. Y me enamoro de ellos y de ellas. Cada voz es distinta, y me siento afortunado, al final, de tener a esa persona que me enseñó a escuchar el tejido que esconde la voz estratégica de Penélope, la cantaleta de amor y supervivencia de Scheherezade, el hilo que resuelve vida y laberinto de Ariadna, el violento rugido de Hel.

    Todas son una canción maravillosa que surge de tiempos inmemoriales y que me llevará de la mano a la tumba, cuando me toque.

  • Cuarentaitrés

    Cuarentaitrés

    I

    Pienso en una imagen: el árbol solitario en la cima del mundo, una noche de tormentas eléctricas, se encontró con el verdadero rostro de dios. También, supongo, habrá visto el verdadero rostro del horror —la finalidad del tiempo— pero como no sabe de dioses, o de horrores, para este árbol, los rostros son fragmentos diminutos, ideas sueltas, sueños de mediodía cuando hace mucho calor y tiene qué racionar agua y nutrientes.

    El mundo está limitado a esa colina donde se sostiene, y en ella, no sabe si son sueños amables o pesadillas —pero siente que son ambas cosas al mismo tiempo—, puede ver la frontera de todas las cosas.

    II

    Leo artículos que hablan de la red de comunicaciones de los árboles, las plantas y los hongos. Son una obsesión reciente. Insisto en imaginármelos como criaturas que entretejieron una complicada historia de chismes, negociaciones, vidas complicadas y vibrantes. Probablemente me equivoco y disminuyo su complejidad sin querer, por el afán de entender. Trato de explicarme a las plantas como si fueran gente. Pienso que las plantas son hombrecitos, y que los hongos son mujercitas, y que los dientes de león son gatos y perritos que están orinando por todas partes.

    Debe ser engorroso cuando una planta nueva llega a un jardín. Mantenerse viva depende de hablar el mismo idioma de las otras plantas y negociar una parte de los nutrientes que ya se repartieron en las profundidades de la tierra. Las mala hierbas son unos gandules que toman el espacio, se adueñan del mismo usando intimidaciones y navajas. Los tréboles son estas familias diminutas que aparecen un día y toman la tierra que la gente —ah, la gente—, creía malamente que no podía producir vida.

    Nuevos tipos de locura: uno entiende a las plantas, uno puede escucharlas. Los alemanes tendrán una palabra para eso. Si las plantas hablan en una red de comunicación subterránea, muy similar al internet, que envía impulsos eléctricos a través de las raíces para comunicar deseos y necesidades entonces habrá quien pueda traducir esos bips diminutos, así como algunos creen traducir los impulsos eléctricos.

    Desde que convertí a estas entidades en un país antropomórfico de raíces, me conmueve pensar en los árboles que se alzan solos y orgullosos en la cima de una colina.

    ¿Con quién hablan ellos? ¿Cómo saben del mundo? ¿Necesitan saber del mundo o están contentos con hacerse viejos en medio de la nada, en la lejanía? Quizás sus raíces se comunican con el pasto, y el pasto se comunica con el musgo de un lago cercano, el musgo del lago cercano habla con un bosque, un bosque con la jungla, la jungla con los hombres hongo que viven en la tierra hueca y así, el mundo extraño está conectado con el mundo verdadero. Es el tao (otra vez, siempre el tao): estamos verdaderamente conectados con todas las cosas.

    Esto, según gente muy sabia, es la verdad.

    III

    Hoy cumplo 40 y tantos años. A mi edad, he visto algunos horrores pero trato de ignorarlos a favor de las bendiciones que me han dado el tiempo y la vida. Luego respiro profundo, mira a no sé dónde, y me pregunto cuántos horrores me faltan. Cuento la enfermedad, la pandemia, los amigos que se han muerto, sus rostros en redes sociales abandonadas donde me pregunto qué pasó.

    Hago cuentas con los dedos: estoy cansado de hacer cosas y con esto me refiero a buscar caminos para un fin.

    Obligadamente, después de mi falacia provocada por la neurosis, una tortura personalísima, también debo preguntarme cuánta belleza he presenciado a lo largo de los años y eso me ayuda a mantenerme a raya.

    Creo, cada vez más, en la finalidad.

    Cuando era joven, todo el tiempo me preguntaba cuál era la verdad. Y la verdad que he encontrado es la existencia de una finalidad para todas las cosas. Esto es una revelación definitiva. Se acabará esto y aquello, y es inevitable; si la finalidad estuviera predeterminada (por los genes, por el caos, por el entorno) entonces no hay propósito, no hay acciones, no hay camino secreto como en los videojuegos.

    La única conclusión soportable es que debemos disfrutar el camino.

    Para luchar contra la finalidad, ese monstruo de neutralidad y justicia, el sentido a la vida lo veremos a través de presenciar el camino, envolverlo de significados. No se trata solamente de consumir, de tragar o de coger, pero de entender cómo ha llegado este placer a nuestra vida.

    Así como he aprendido a notar que soy un monstruo irritable, obligadamente también admito que soy un tipo amoroso.

    Significado: doy gracias por mi esposa Sol, por mi perra Nico, por mi gata Morgana, por mis amigos —muchos de ellos son mis colegas, y también muchos de ellos son gente rara y fascinante—, por los que se dicen mis hijos y mis hijas, por los libros que he leído y me falta por leer, por los videojuegos hermosos que muestran otra verdad, una menos triste: aprendemos a través del juego y de las historias, queremos vivir gracias al juego y las historias; el propósito de la vida es juego.

    Hasta que no aparezca el game over, la finalidad absoluta, voy a seguir intentándolo. Y espero, quizás, que alguno de ustedes me acompañe.

    ¿A dónde me llevará ese camino bordeado de árboles?

  • Paleoceno

    Paleoceno

    En el módulo de sexualidad que estoy estudiando, porque yo no sé nada de esas cosas y para mí todos son angelitos asexuados, dice la profesora que me está educando que la sexualidad puede ser una fuente de placer y aceptación. Además de lo malo, de todo lo malo, especialmente lo malo. Dicen los bellacos que en lo malo está la fuente de todos los placeres.

    Como parte de un ejercicio diario de identidad (y de aceptación), estoy registrando mis emociones en el teléfono. Apple tiene un diario para eso y cuando tienes rato llenándolo, te ofrece unas estadísticas que explican detalladamente los ingredientes que componen tu alma.

    Eso me agrada.

    Sin embargo, así me di cuenta que soy irritable (cada tanto, normalmente soy el osito de taiwan, como la canción de estos güeyes cómo-se-llaman) y cuando genuinamente me pregunté por qué, la única respuesta aceptable es que soy irritable, soy lo que soy y ya. Es decir, irritarme es parte de mi identidad, y esa irritabilidad es un producto que surgió en el Paleoceno, con una amiba que registró esa emoción en su ADN e hizo todo lo posible para sobrevivir y transmitirme esa bendición en forma de alguna proteina cerebral.

    Estoy agradecido con algunas partes de mi persona; me mantuvieron vivo. Una de ellas fue ese gusanito que me empuja a escribir historias y compartirlas. Haciendo un examen de mi vida, también me di cuenta que siempre me ha gustado enseñar a otros. Pero la irritabilidad, si acaso, solo sirve para recordarme que estoy vivo, y que la vida es una larga enfermedad. Quizás, si tuviera que definir la vida, diría que es muy semejante al túnel de Felisberto Hernández, ese cuento confuso donde sus personajes andan a oscuras y buscan cosas. He soñado con ese cuento que parece surge de una histeria muy peculiar.

    Me pregunto si el túnel de Felisberto está conectado don el túnel de Sábato.

    También estoy haciendo un ejercicio consciente de registrar instantes de gratitud y de placer. Eso está muy bien, me ayuda a recordar que no soy un gusano haciendo un agujero en un baldío. Doy gracias por esto y por aquello. A veces invento cosas raras para entrar en un estado de gratitud. Por ejemplo, doy gracias por los jaguares y sus hermosos colores; doy gracias por las amibas RESILIENTES del Paleoceno; doy gracias por los creepers de Minecraft porque cuando sesean a mis espaldas, casi me da un paro cardíaco y me da mucha risa, la verdad, morirme por el susto de un videojuego, además uno con esos gráficos tan pinchones, nomá, pero no me parecería nada mal si un videjuego me mata, no, no, está muy bien morirse así.

    Pero si pudiera decidir la causa de mi muerte, preferiría que fuera por alguno de lo placeres, no por algo que me dé un sustito.

    Ojalá.

  • Hombría

    Hombría

    El día de hoy son populares unas fotografías de Javier Bardem que tomó Penélope Cruz para Gentleman’s Journal. Son lindas fotografías porque muestran una mirada cándida a una celebridad, lo muestran en una intimidad inaccesible para los demás. Son fotografías voyerísticas, cómplices. Bardem se ve deseable, y se ve deseable porque el ojo de la cámara (su esposa y el dispositivo) nos lo muestra así, muy a pesar de las faltas técnicas que puedan tener algunas de las fotografías. Eso, y que el señor está sabrosón, la neta.

    Me dieron ganas de lamer sus músculos.

    Ayer, en la tarde, en una de mis últimas clases, mi alumno chascarrillo de ocasión (siempre hay uno, todos los semestres, y todos son iguales, y se repetirán como espirales de Uzumaki, una maldición que atravesará el tiempo, el espacio, por los siglos de los siglos), mientras revisaba las bitácoras de apuntes del grupo, me preguntó si no sabía bailar.

    El chavito es así: pregunta cosas para buscar hilos y empezar a tirar. Rasca para ver qué encuentra. Me da ternura, pero como suelo sugerir amablemente a quienes insisten, y siguen intentando: “ríndete, no funciona, he trabajado con los mejores mentirosos y manipuladores del mundo”.

    Levanté la mirada para verlo, suspiré, me encogí de hombros y le respondí que no, que yo no bailo, o no suelo bailar.

    —Ya ve lo que dicen de los hombres que no saben bailar.

    Entrecerré los ojos. No tuve qué preguntar.

    —Que no son hombres.

    Contuve la risa. Asentí muy seriamente y le dije:

    —Sí, quizás, eso dicen.

    Y me distraje fácilmente porque ese día no era un hombre, pero una linda mariposa que estaba revisando cuadernos, platicando de Barthes y de los Ángeles Azules con los otros alumnos.

    Me quedé pensando en ello. No me ofendía la hombría cuestionada como el intento tan bruto de provocarme. Los juegos y las discusiones me gustan cuando son inteligentes, cuando prometen despertar algo. Pero como ya estaba cansado (6 de la tarde, veinticinco clases después), lo puse en un bolsillo y lo guardé para el día de mañana, la reflexión a chorro de agua caliente.

    ¿Pudo haber sido mejor? ¿Me equivoqué en no cuestionarlo? También me pregunté: ¿en qué país mental vivirá mi alumno chascarrillo? ¿Estará bien? Luego se me ocurrió, ¿no se estará ahogando? Not waving, but drowning.

    Ya después del desayuno, y del café, entonces me puse a pensar cuál hubiera sido una buena respuesta. Quizás hubiera empezado por criticar la calidad heteronormativa del comentario (oportunidad de enseñanza en el aula), pero también, de refilón, pude haberle mencionado que sobreviví al cáncer (al tratamiento del cáncer [pocos saben lo que es tolerar cinco horas de quimioterapia, cada dos semanas, durante un año y medio] y la burocracia, a la incertidumbre económica) y mis casi diez años de trabajo en televisión, sin hacerme adicto a la coca y sin regalar las nalgas para hacerme de un espacio en la chamba.

    Y para conseguirlo, ninguna de esas cosas depende de “ser hombre”; “ser hombre” es una cuestión mucho más compleja que “saber bailar”; ninguno de mis pesares me ha hecho pensar, después de sobrevivirlos, que mi hombría es mayor, o que está intacta. Pero luego, como suele suceder con el espíritu de la escalera, me cansé de pensar. Quizás eso es la verdadera hombría: cansarse.

    Supongo que la enseñanza es esa. Si el cansancio es hombría, prefiero ser otra cosa. Prepararse para tener estos argumentos cansinos donde uno quiere deshacer al otro es un gasto brutal de energía. Salí tranquilo de la regadera, pensando en el viejo sabroso de Bardem. Puse en mi cajón mental que mi respuesta no solamente había sido la mejor, pero también la única. Supongo que esa debería ser una máxima de los seres humanos: aceptar que todo pasa. Incluso la hombría es una trivialidad, nadie pensará al final si eres o no eres.

    Algún día, si ese joven tiene suerte, descubrirá que la identidad es una broma porque la vida es breve. Es difícil de asimilar esto, pero cruzo los dedos, ya llegará.

  • Ranma

    Ranma

    Anoche vi Ranma 1/2 junto con mi esposa. Cuando acabó, ella dijo que se acordó cuando era jovencita. Sonreí. Yo también empecé a navegar una nostalgia muy particular. No fue la misma que me provoca Dragon Ball, o He-Man, pero fue otra cosa. Quizás recordé el sueño que me daba Ranma de chavito: una liberación del cuerpo a través de mojarse con agua fría, y luego retornar a la normalidad con el agua caliente, una fantasía adolescente de convertirse en mujer, en hombre, en cerdo, en panda y asumir estos roles, y olvidarse de la voluntad, rechazar las ocurrencias de la sociedad.

    Rumiko Takahashi, una autora excepcional en el mundo del manga, tiene una elegancia sobrenatural para socavar el deseo. Una de las historias de terror que me fascinaba de ella, y que miraba de niño (tenía nueve o diez años la primera vez que supe de ella), una y otra vez, fue la Saga de las sirenas, o Ningyo Shirizu. Es una serie de historias donde un joven inmortal, Yuta, con quinientos años, viaja por todo Japón para encontrar una cura a su maldición. La recuerdo como una historia sangrienta, donde el cuerpo duele increíblemente de lo mucho que sufren los personajes. La inmortalidad no exenta el dolor, pero lo hace potencialmente inolvidable.

    Screenshot

    Otra de las historias que leí de Rumiko fue Maison Ikkoku. Trata de un joven mediocre que se enamora de una viuda unos años mayor que él. Si el deseo de las sirenas trataba de la inmortalidad, el deseo de Maison Ikkoku trata sobre cómo acceder a un objeto amoroso (Barthes) que está infatuado por la idealización de lo muerto. Yusaku, el protagonista, continuamente persigue y huye de la sombra del marido de Kyoko, quien era un profesor muy respetado. Y así como es mediocre en su vida y en los estudios, sabe que está muy lejos de ser digno de amor, no se diga de ocupar el lugar de un señor, una sombra.

    Por eso es una serie encantadora, inusualmente restaurativa: el joven crece, sabe que debe cambiar, que debe ser un poquito mejor para poder mostrarse ante ella mientras que en ella vemos el duelo, la aceptación y, finalmente, la disposición a amar de nuevo.

    Desperté y seguía pensando en Ranma. Me desesperaba mucho porque en español mexicano, Akane siempre estaba gritando. Ranma es una de esas historias donde los personajes nunca se dicen cosas porque si lo hacen, todo se resuelve y se acaba el capítulo del día. Cuando finalmente están preparados para hablar, se gritan y los gritos siguen escalando. Rumiko, por cierto, dicen que dijo en una entrevista que le gustaba mucho el trabajo de Akane mexicana.

    Hay una parte de Ranma, si no me equivoco, donde el padre eventualmente se cansa de ser humano. Dice algo como que prefiere quedarse como panda, ya que ser un animal es menos problemático. Entonces en la serie y en el manga, progresivamente, cada capítulo, lo vemos menos tiempo como humano para convertirse en aquello que desea ser: un panda.

    Aunque no estoy muy seguro, puede que me lo haya inventado.

    Creo que finalmente he aprendido, y eso me lo dijo Ranma, y Rumiko, que no todo debe decirse. Hay deseos que siempre estarán gestándose en el corazón, deseos que nos cambian, nos transforman y también nos pervierten. Es difícil aceptar esos deseos, y es particularmente difícil ver al otro actuando bajo el control de esos deseos. El choque viene cuando todos expresan lo que desean.

    El otro es una maldición, es una persona que se transforma en muchas personas cuando uno, apenas, con trabajos, establece su normalidad.

    Es muy shakespereano el asunto.

    Y a su vez, nosotros somos esta ilusión de un individuo cuando, en el corazón, tenemos a los animales dormidos, a la mujer y al hombre dormidos, y estos despiertan y toman el control. Mágicamente, como un cuento chino, cuando nos guían estos espíritus descubrimos las puertas de tesoros más allá de nuestra comprensión.