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  • Hombría

    Hombría

    El día de hoy son populares unas fotografías de Javier Bardem que tomó Penélope Cruz para Gentleman’s Journal. Son lindas fotografías porque muestran una mirada cándida a una celebridad, lo muestran en una intimidad inaccesible para los demás. Son fotografías voyerísticas, cómplices. Bardem se ve deseable, y se ve deseable porque el ojo de la cámara (su esposa y el dispositivo) nos lo muestra así, muy a pesar de las faltas técnicas que puedan tener algunas de las fotografías. Eso, y que el señor está sabrosón, la neta.

    Me dieron ganas de lamer sus músculos.

    Ayer, en la tarde, en una de mis últimas clases, mi alumno chascarrillo de ocasión (siempre hay uno, todos los semestres, y todos son iguales, y se repetirán como espirales de Uzumaki, una maldición que atravesará el tiempo, el espacio, por los siglos de los siglos), mientras revisaba las bitácoras de apuntes del grupo, me preguntó si no sabía bailar.

    El chavito es así: pregunta cosas para buscar hilos y empezar a tirar. Rasca para ver qué encuentra. Me da ternura, pero como suelo sugerir amablemente a quienes insisten, y siguen intentando: “ríndete, no funciona, he trabajado con los mejores mentirosos y manipuladores del mundo”.

    Levanté la mirada para verlo, suspiré, me encogí de hombros y le respondí que no, que yo no bailo, o no suelo bailar.

    —Ya ve lo que dicen de los hombres que no saben bailar.

    Entrecerré los ojos. No tuve qué preguntar.

    —Que no son hombres.

    Contuve la risa. Asentí muy seriamente y le dije:

    —Sí, quizás, eso dicen.

    Y me distraje fácilmente porque ese día no era un hombre, pero una linda mariposa que estaba revisando cuadernos, platicando de Barthes y de los Ángeles Azules con los otros alumnos.

    Me quedé pensando en ello. No me ofendía la hombría cuestionada como el intento tan bruto de provocarme. Los juegos y las discusiones me gustan cuando son inteligentes, cuando prometen despertar algo. Pero como ya estaba cansado (6 de la tarde, veinticinco clases después), lo puse en un bolsillo y lo guardé para el día de mañana, la reflexión a chorro de agua caliente.

    ¿Pudo haber sido mejor? ¿Me equivoqué en no cuestionarlo? También me pregunté: ¿en qué país mental vivirá mi alumno chascarrillo? ¿Estará bien? Luego se me ocurrió, ¿no se estará ahogando? Not waving, but drowning.

    Ya después del desayuno, y del café, entonces me puse a pensar cuál hubiera sido una buena respuesta. Quizás hubiera empezado por criticar la calidad heteronormativa del comentario (oportunidad de enseñanza en el aula), pero también, de refilón, pude haberle mencionado que sobreviví al cáncer (al tratamiento del cáncer [pocos saben lo que es tolerar cinco horas de quimioterapia, cada dos semanas, durante un año y medio] y la burocracia, a la incertidumbre económica) y mis casi diez años de trabajo en televisión, sin hacerme adicto a la coca y sin regalar las nalgas para hacerme de un espacio en la chamba.

    Y para conseguirlo, ninguna de esas cosas depende de “ser hombre”; “ser hombre” es una cuestión mucho más compleja que “saber bailar”; ninguno de mis pesares me ha hecho pensar, después de sobrevivirlos, que mi hombría es mayor, o que está intacta. Pero luego, como suele suceder con el espíritu de la escalera, me cansé de pensar. Quizás eso es la verdadera hombría: cansarse.

    Supongo que la enseñanza es esa. Si el cansancio es hombría, prefiero ser otra cosa. Prepararse para tener estos argumentos cansinos donde uno quiere deshacer al otro es un gasto brutal de energía. Salí tranquilo de la regadera, pensando en el viejo sabroso de Bardem. Puse en mi cajón mental que mi respuesta no solamente había sido la mejor, pero también la única. Supongo que esa debería ser una máxima de los seres humanos: aceptar que todo pasa. Incluso la hombría es una trivialidad, nadie pensará al final si eres o no eres.

    Algún día, si ese joven tiene suerte, descubrirá que la identidad es una broma porque la vida es breve. Es difícil de asimilar esto, pero cruzo los dedos, ya llegará.

  • Ranma

    Ranma

    Anoche vi Ranma 1/2 junto con mi esposa. Cuando acabó, ella dijo que se acordó cuando era jovencita. Sonreí. Yo también empecé a navegar una nostalgia muy particular. No fue la misma que me provoca Dragon Ball, o He-Man, pero fue otra cosa. Quizás recordé el sueño que me daba Ranma de chavito: una liberación del cuerpo a través de mojarse con agua fría, y luego retornar a la normalidad con el agua caliente, una fantasía adolescente de convertirse en mujer, en hombre, en cerdo, en panda y asumir estos roles, y olvidarse de la voluntad, rechazar las ocurrencias de la sociedad.

    Rumiko Takahashi, una autora excepcional en el mundo del manga, tiene una elegancia sobrenatural para socavar el deseo. Una de las historias de terror que me fascinaba de ella, y que miraba de niño (tenía nueve o diez años la primera vez que supe de ella), una y otra vez, fue la Saga de las sirenas, o Ningyo Shirizu. Es una serie de historias donde un joven inmortal, Yuta, con quinientos años, viaja por todo Japón para encontrar una cura a su maldición. La recuerdo como una historia sangrienta, donde el cuerpo duele increíblemente de lo mucho que sufren los personajes. La inmortalidad no exenta el dolor, pero lo hace potencialmente inolvidable.

    Screenshot

    Otra de las historias que leí de Rumiko fue Maison Ikkoku. Trata de un joven mediocre que se enamora de una viuda unos años mayor que él. Si el deseo de las sirenas trataba de la inmortalidad, el deseo de Maison Ikkoku trata sobre cómo acceder a un objeto amoroso (Barthes) que está infatuado por la idealización de lo muerto. Yusaku, el protagonista, continuamente persigue y huye de la sombra del marido de Kyoko, quien era un profesor muy respetado. Y así como es mediocre en su vida y en los estudios, sabe que está muy lejos de ser digno de amor, no se diga de ocupar el lugar de un señor, una sombra.

    Por eso es una serie encantadora, inusualmente restaurativa: el joven crece, sabe que debe cambiar, que debe ser un poquito mejor para poder mostrarse ante ella mientras que en ella vemos el duelo, la aceptación y, finalmente, la disposición a amar de nuevo.

    Desperté y seguía pensando en Ranma. Me desesperaba mucho porque en español mexicano, Akane siempre estaba gritando. Ranma es una de esas historias donde los personajes nunca se dicen cosas porque si lo hacen, todo se resuelve y se acaba el capítulo del día. Cuando finalmente están preparados para hablar, se gritan y los gritos siguen escalando. Rumiko, por cierto, dicen que dijo en una entrevista que le gustaba mucho el trabajo de Akane mexicana.

    Hay una parte de Ranma, si no me equivoco, donde el padre eventualmente se cansa de ser humano. Dice algo como que prefiere quedarse como panda, ya que ser un animal es menos problemático. Entonces en la serie y en el manga, progresivamente, cada capítulo, lo vemos menos tiempo como humano para convertirse en aquello que desea ser: un panda.

    Aunque no estoy muy seguro, puede que me lo haya inventado.

    Creo que finalmente he aprendido, y eso me lo dijo Ranma, y Rumiko, que no todo debe decirse. Hay deseos que siempre estarán gestándose en el corazón, deseos que nos cambian, nos transforman y también nos pervierten. Es difícil aceptar esos deseos, y es particularmente difícil ver al otro actuando bajo el control de esos deseos. El choque viene cuando todos expresan lo que desean.

    El otro es una maldición, es una persona que se transforma en muchas personas cuando uno, apenas, con trabajos, establece su normalidad.

    Es muy shakespereano el asunto.

    Y a su vez, nosotros somos esta ilusión de un individuo cuando, en el corazón, tenemos a los animales dormidos, a la mujer y al hombre dormidos, y estos despiertan y toman el control. Mágicamente, como un cuento chino, cuando nos guían estos espíritus descubrimos las puertas de tesoros más allá de nuestra comprensión.