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    Cheetos positrónicos

    Esta mañana sentí una rara angustia; leí a un tipo random en threads, cito: “tengo 85 años y me estoy muriendo. Leí ese poema de Borges y tengo amsiedá”. 

    “Será un tipo de mi edad”, pensé, “los jóvenes ya no escriben como estúpidos”. 

    Creo. 

    Traté de hacer memoria. ¿Era un poema del ciego? Me sonaba medio falso. Lo dejé para más tarde. Flashforward: gugleando, redescubro la cosa esa de instantes —ah, ese Instantes—, poemita cursilón pero sabroso para los ansiosos, ¿recuerdas cuando en el dos mil, un montón de blogs se pusieron a platicar de Instantes y de Borges?, somos un ciclo de lavado, fin de fl… prolepsis. 

    Me senté en una de las bancas universitarias, a la sombra de un ficus, y se me congeló el culo. 

    Flashback: camino la calle para llegar a mi camión, la soberana ruta 3A, y me pongo a pensar que soy un vikingo desde que me curé del cáncer; pienso en los límites del placer y de la tranquilidad; evalúo los límites del amor, las posibilidades de tomar; el vikingo tomará en el valhalla; whatever happens, happens; fin de analepsis. 

    Regreso a la ciudad del presente. El frío en la cola me obliga a pensar: “y qué va a pasar si cuarenta años después sigues trabajando aquí, dando clases. Como te crees un maldito vikingo, ya que sobreviviste, qué va a pasar si te quedan otros cuarenta años de vida… o sea, pronóstico de 80+. Ojalá te toque una maldita guerra, nada más eso te falta. El problema ya no va a ser la inteligencia artificial, a lo mejor será otra cosa; para entonces tu cerebro va a estar dando la clase dentro de un aparatejo, bip bip bup, y no te conservan ahí porque sepas mucho, nombre, qué vas a saber pobre idiota, pero te conservarán porque eres uno de los últimos vestigios de una humanidad que atravesó los siglos. Ríos de tiempo para alcanzarte, pinche Draculín. Una furiosa reliquia. Una experiencia anquilosadamente única. Ni vas a estar enseñando guionismo, o narrativa para medios, pero una jalada como los susurros expectorantes del humano posmodernista, testigo de los fake news y la amsiedá de Borges, y ni vas a reconocer a la gente porque todos van a ser azules, morados, naranjas u ocres, y cualquiera puede cambiarse los colores y el género con un botón, y algunos van a tener hocico de perro y van a decir cosas como que: ‘uh, furros, profe, eso me parece sumamente ofensivo’; y tú ahí, pidiendo perdón, y ya después te guardan en la bodega con los otros cerebros, y en tu eterna simulación, estarás limpiando el polvo de cheetos de una barba artificial que te pusieron por comodidad, y mañana aparecerá tu carita vencida en un monitor, hable que hable y hable y hable”. 

    Postdata: no sé si quiero ser un vikingo. No quiero la fuerza, pero prefiero el descanso. No pienso demasiado en el futuro porque es una apuesta, el tiempo es un dios mutante de tentáculos, ojos en la carne, vertientes y extremidades; pero a veces no puedo evitarlo, pienso en el futuro y después en lo imposible. Lo imposible como el monstruo que vive debajo de nuestra cama, en un nido de la cabeza, en la oscuridad detrás de nosotros, en el punto más iluminado del sol, en las entrelíneas de un poema apócrifo, en las sonrisitas de algunos bastardos, en el caminar deleitable de unas nalgas que se mueven sabroso porque alguien las acaricia sin reservas, en el muñeco de felpa —tamaño real— de un pokémon que se ve demasiado erótico para su propio bien, en las nubes cuadradas de Minecraft, en el ruido que hace el jardinero mientras coloca el pasto, en los ojos nublados de la Nico, en los bigotes de la gata, en la mamada piadosa que recibirá un buen hombre el día de San Valentín. Lástima que eres un vikingo.