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  • La gente

    La gente

    I

    Las calles de Puebla están llenas de tráfico. Parece que no importa a dónde vayas, se vuelca un camión, alguien está bacheando o bien, algún peregrino conduce su auto a la mitad de todos los carriles, desafiando las leyes de la física, la vialidad y la civilización, y los demás vamos tras de él, como una comitiva armada de paciencia y lentitud.

    Yo no me preocupo (porque no manejo), pero mi esposa, quien pacientemente maneja la camioneta, tiene que sufrir a LA GENTE, específicamente LA GENTE NAVIDEÑA.

    Recuerdo cuando mi hermano y yo caminábamos juntos, en las calles del centro o las calles navideñas, y él señalaba: AH, LA GENTE. Y yo me reía por dentro porque como estudié algo de filosofía (y letras), conozco rebién esa máxima que dice: “el infierno son los otros”.

    Miro a Sol de reojo y pienso: “la mujer me ama porque siempre me lleva a todos lados”.

    Anoto en alguna parte de mi cabeza: “ya voy a aprender a manejar”. Pero es que no quiero aprender a manejar y quizás, desde siempre, una parte fundamental de nuestra relación (pienso), es que ocupamos los trayectos en el auto para platicar.

    Ella me platica cosas, yo escucho, la dejo hablar para que distraiga los enojos, la frustración. No veo natural que ella ocupe el lugar del copiloto. Nos quedaríamos sin esos momentos y probablemente ella estaría mejor. O no. No podemos anticipar el corazón ajeno, no importa cuánto tiempo pasemos con esa persona.

    Quizás debería ahorrar para esa bicicleta eléctrica o para la moto que siempre he soñado. Algo barato, una cosa de dos ruedas que sea fácil de manejar y pueda llevarme por el mundo.

    II

    Soñé con V, una muchachilla a la que veía para platicar de libros (perdón, a mis 42 años a todos los veo jóvenes), de subculturas y de otras cosas que surgieron a partir de Crononautas, un evento de literatura especulativa en el que participé hace unos años.

    Lo que más recuerdo de aquel evento: Haghenbeck (RIP), quien me pareció un hombre muy educado y muy interesante. Escucharlo valía la pena. A la distancia, recuerdo ese ciclo de conferencias y me da un poco de risa. En esa mesa, me parece, cada loco estaba con su tema.

    Me siento secretamente orgulloso de haber sido el único que habló de Adventure Time y no estuvo toda una hora pidiéndole a la gente que compre libros.

    No he participado en una mesa literaria desde entonces, la verdad es que no sabría qué decir. La cultura del libro me parece cada vez más extraña. Los que viven del libro conseguirán redención a través de sus lectores.

    Desde que abrí Threads, esta red social me muestra (algoritmo) únicamente jóvenes escritores que asumen su papel de manera muy romántica y que en apariencia todo lo publican en Amazon.

    Threads no solo me cree un escritor, pero también el pícaro soñador.

    Algunos de esos escritores parece que ganan mucho dinero escribiendo novelas sobre alfas, betas, skibidis, hombres lobo, boy loves, furros, therianes, etcétera.

    La escritura se ha liberado de maneras extrañas. La única manera de seguir adelante (el artista del pasado, y no tan pasado), me preocupa, es convertirse en un señor que le grita a las nubes o que abraza el camino ajeno sin finalidad alguna.

    O bien, hacer lo mismo que otros escritores de pacotilla: aventar preguntas en una red social para ganar relevancia, lectores, manipular el algoritmo, parcer más importante de lo que en realidad se es…

    V me regaló una revista vieja de ciencia ficción mexicana.

    Adoro el regalo, de vez en cuando la hojeo. Es un regalo que habla, precisamente, de las cosas que me detienen cuando estoy de fisgón. En fin, soñé con ella y que platicábamos como entonces mientras tomábamos un café, cuando tenía tiempo entre clases.

    Mi café tenía whisky.

    Quizás el subconsciente me está comunicando sobre mis nuevas expectativas de vida: la gente no es un infierno, también son una medicina para arrostrar la vida. Una medicina que puede combinarse con alcohol. Compartes con los otros porque deseas vivir, y deseas vivir bien. Tolerar la realidad, estando solo, parece tan horrible como no tener qué comer o dónde dormir (exagero, posiblemente exagero pero…), pero también la compañía es un alimento que no parece difícil de conseguir: si no tienes la presencia física de otro, abres un libro o miras una película, escuchas una canción misteriosa que te acompaña.

    Así recuerdo a mi abuela, a los amigos que se fueron, a la familia que se encuentra lejos o sus variantes del pasado, a las personas que solamente he visto en sueños.

  • Orangután

    Orangután

    Ayer, vi el video de un ingeniero que hablaba directamente a la cámara. Su objetivo, dijo, era conectar más con gente afín, que no buscaba monetizar el canal o amasar followers. Dijo que solía trabajar con inteligencia artificial, pero que hoy en día, prefería construir comunidades para sus hijos. Imaginé que programaba pequeñas redes sociales en PHP y Python para generar resultados chistosos, cagaditos, un método de enseñanza muy STEM o una locura así. Overkill admirable. Y luego habló de sus hijos, y que deseaba un mundo mejor para ellos. Siempre son los hijos, pensé divertido. Se me ocurrió que es uno de esos hombres que hacen amigos en internet, y que luego le muestran a su familia lo que hacen sus amigos lejanos, y que los siente muy suyos, muy próximos. Quizás, lo que llamó más mi atención, fue cómo inició: “si estás aquí, es porque el algoritmo sospecha que tú y yo podemos ser carnales (la traducción es mía), y que podemos conectar”. Muy misterioso el asunto, very demure, very mindful. Le di like a su video, entrecerré los ojos y pensé, de pronto, que el algoritmo me traería puros videos buenaondita de ocasión.

    Anoche, se conectó una exalumna a mi stream y platicamos un rato. Preguntó sobre mi vida pasada: los comerciales, la producción. Y hablé de ello como si hubiera ocurrido hace doscientos años. K me preguntó mi edad, le dije que 42 años y ella JAJASEÓ en mayúsculas y me dijo que esa era la edad de su madre, que cómo le hacía para que todo sonara antiguo, viejo. Habló de que le gustaría una optativa de producción y puse a trabajar el changuito cerebral: ¿podría armar una materia con esos conocimientos? Quizás sí, pero eventualmente me dio flojera. Desde que huí de los comerciales hace más de quinientos años, vivo más tranquilo, vivo feliz, duermo a mis horas, me desvelo por estar leyendo o jugando. Y mientras platicábamos de actrices, de modelos, de que ella quería dejar la escuela para ya ponerse a trabajar en materia de producción de arte, escenografía o fotografía, yo empecé a tener este monólogo interno: no tengo prisa, no hay un jefe que me persiga y me pregunte si ya están los videos; no estoy recibiendo los gritos de un director canadiense porque escogió a un niño actor que no es tan guapo como él creía o tan carismático como sus abuelos, sus padres, su imaginación; no estoy mordiéndome las uñas porque escogieron a una actriz por buenísima, sabrosa, y a ver si no pasa algo, madre mía, porque cómo diablos la voy a cuidar, si van a viajar a no sé dónde y me van a llamar por teléfono, y me van a decir: “creo que pasó algo con Gustavo”, y yo voy a estar tan cansado, tan molido, porque son otros tres comerciales a la puerta, y no sabré qué diablos hacer pero de todos modos, tomaré una taza de café, encenderé el último cigarrillo de la cajetilla, y le llamaré a la agencia de modelos para entender qué fue lo que pasó y anotar cosas en una libreta como si eso sirviera de algo.

    El lunes pasado, mientras leíamos un ensayo de Diego Olavarría, mis alumnos de repente se pusieron contentos, medio chacales, tomando control de la energía del salón y yo los dejé por unos minutos. Eventualmente me preguntaron si no quería ir a las miches con ellos. Yo me reí. Y les dije que no, pero para apaciguarlos les sugerí que tal vez podíamos hacerlo al final del semestre. No entiendo los mecanismos que llevan a los alumnos a invitar a beber a un profesor: ¿quieren conocerlo mejor?, ¿quieren verlo humillarse?, ¿quieren verlo como un igual? Y pobrecillos, por qué exponerse a la mirada que juzga del profesor en un ambiente que no sea el salón de clases: “jaja, míralo, está borrachísimo”. Mirada espejo, por cierto. Luego pasó el momento. Dulcemente pensé que esa era una decisión. No iba a ir a las miches, a tomarme una miche o un azulito porque qué perro oso, pero me di cuenta que podía hacerlo, que tenía el tiempo para hacerlo, tomarme una cerveza, mirar a los jóvenes hacer su desmadre de jóvenes mientras trato de convencerme de que no estoy tan viejo. Y como tengo doscientos años, pensé en aquella ocasión, como siempre pasa que me pongo melancólico y payaso, cuando acompañé al DJ de jalacables y después del séptimo vodka con jugo de arándano, en un Halloween de antaño, me puse a llorar porque me pareció lo más bello ver a un orangután bailando con una princesa.