Mi oficina ya tiene tintes de viejo desordenado. Se parece a la oficina de mi abuelo, el caricaturista de periódicos, el que visité una sola vez cuando era niño. Quité unas fotos para poner unas repisas. En las repisas puse algunos muñecos (de acción, uwu) y los mazos de tarot. Las fotos están desordenadas, apiladas, en uno de mis libreros. Como no tengo suficientes libros, y como los he leído todos, andan por la oficina como animalitos salvajes, buscando dónde dormir, dónde quedarse para vigilar mis juegos y juzgarme en silencio. Tengo una planta que parece se está muriendo, pero al principio me gustaba por sus hojas moradas, frondosas. Tengo un árbol de la fortuna que ha sido trasquilado, y espero que algún día pueda perdonarme. Hay unas botellas de alcohol a las que no les he tomado en varios años. Diversas cartas de magic arrumbadas en un cajón. Stickers que le he comprado a mis alumnos, y que no sé dónde colocar. Hay pequeñas libretas donde anoto cosas como si fuera un detective, o un mirón, uno de esos. Tengo una guitarra muerta, un ventilador para el calor que está acabando, mochilas para toda ocasión, calendarios de años recientes pero los conservo porque son de la Pilsen y las modelos venezolanas me recuerdan mi vida pasada. Bolsas que he comprado en el súper porque mes la ofrecen, y me dicen que por diez, quince, o veinte pesos más y yo pienso: “sí, por qué no”. CDs y DVDs quemados con información que no he buscado desde el 2002, o el 2004 y que cada vez está más complicado buscarle. La oficina de mi abuelo estaba llena de periódicos e ilustraciones, de libros que olían verdaderamente a libro viejo, no a pegamento y silicón cómo le gusta a la gente de hoy en día. Eran sus ruinas. Seguido pienso en él: hombre triste, la culminación de su vida rodeado de aquellos objetos, memoria de mi infancia. Uno de mis libros salta de un librero a otro y sisea, como gatito necio. Entrecierro los ojos. Le enseño el dedo medio. Se vive bien aquí, en este… —como diría la canción de reguetón—, laberinto de mi propia invención.


Desde hace algunos días, he estado haciendo encuestas con instagram que pretenden ser un juego narrativo. En segunda persona, las preguntas buscan evocar alguna fantasía en el votante. Cuando escogen algo, expresan el deseo de su personaje y participan en un juego. Estoy sorprendido y agradecido con el juego, porque las encuestas alcanzan entre 15 y 30 votaciones. Todos ellos se han animado a jugar conmigo y perseguir “algo”. Al inicio, pensaba que el eje temático eran las trampas pero las digresiones me han llevado a repetir el experimento de “Dios está allá”, un bot que programé para twitter donde el usuario navegaba continuamente en distintos laberintos. Lamentablemente, por la naturaleza de las encuestas, creo que no puedo llevarlo a un final satisfactorio; pero ha sido agradable que los votantes de alguna manera comunican sus intenciones (narrativas, poéticas, metafísicas) cuando se encuentran con la siguiente encuesta, e imagino que ellos, como yo, están formulando una historia en sus cabezas. No disminuyo el poder de las historias. Escribir es invocar. Cuando hago una encuesta, y los participantes escogen algo, a manera de invocación quizás consiguen atraer algo. Hay un compromiso cuando nos revelamos de esta manera: yo narrador, ellos personajes, juego de cabeza a cabeza. Por eso me gusta jugar con los arquetipos diabólicos, extraños, perversos, imaginativos. Si tenemos suerte, la diosa de las 400 caras abrirá una puerta para revelarnos uno de los secretos más codiciados del mundo.


A menudo recuerdo que encontraron 400 pares de zapatos en los hornos clandestinos, los ranchos. Leí algunas de las notas, de los cuadernos. Vi la fotografías de las mochilas abandonadas. Jovencitos, puros jovencitos. Muchas veces pasa, cuando nos encontramos con un desconocido, nos preguntamos si será buena persona. Si no querrá vernos la cara, o aprovecharse de nosotros, o sacarnos algo. Cuando escribía en La Jornada Aguascalientes, alguna vez hice cuentas fumadas, sin sustento, sacando números de sabe dónde, más bien persiguiendo una abstracción que una certeza: ¿cuántas personas buenas hay en México? Se me ocurrió que el 97% de los mexicanos son buenas personas, personas que han logrado separarse del narco, de los criminales y de los políticos (ojo ahí). 97% es un montón para ser un número totalmente imaginario, sin sustento. Para alejarnos un poco de esa abstracción mafufa, de tirar esa moneda de la bondad, creo que los 400 pares de zapatos son un buen ejemplo de la bondad inherente en las personas. Estos 400 muchachos, antes de pertenecer a un grupo criminal, antes que ser asesinos, sacrificaron sus vidas cuando arrostraron esta situación extraordinaria. Creo que aprendí algo. Cuando dude de la bondad de las personas, pensaré en los tenis, las mochilas, las notas, los mensajes de despedida. Y desearé que esas 400 voces tengan paz, y que no estén vagando en un mundo de sombras, en un mundo que no pudo garantizar que su bondad floreciera, se desarrollara, y finalmente tocara al mundo de maneras increíbles.